Crítica publicada en Esencia Cine
Asesinos inocentes resulta tan forzada como el imbricado juego de palabras que le da título, como las caras de sus protagonistas buscando continuamente la mueca inolvidable, el gesto perpetuo. Desde el primer momento, el guión de la película se basa en lo inverosímil como propuesta. Un profesor pide a un alumno que le mate a cambio de un aprobado para redimir su culpa con respecto a la paraplejia de su mujer en un accidente de tráfico en el que era él quien conducía. Así podrá cobrar el seguro y operarse en Estados Unidos. El dilema planteado para dar comienzo a la trama central del film es tan rotundo como inconsistente. Se desmorona por momentos junto al resto de la película, que adolece de un peligroso tartamudeo, incomprensiblemente trasladado por el director a varios de sus personajes.
El imperdonable balbuceo de Javier Hernández a lo largo de todo el film resulta tan forzado como las continuas muecas de Alvar Gordejuela. Más allá del trabajo actoral, lo cierto es que se intuyen tics de dirección insalvables en estos detalles de la obra. Más allá de todo esto, la nada. El guión de Asesinos inocentes revira, vuelve y se repliega una y otra vez sobre el mismo pivote. El giro inverosímil se convierte en la tónica narrativa de la obra, que tiene como cumbre un final tan imposible como sonrrojante, tan cercano al ridículo que provocará una mezcla entre la carcajada y la vergüenza ajena. No, no es disculpable bajo ningún concepto que, por querer incluir el clásico happy end redentor se obligue a la historia a autodemolerse –si aún le quedaban cimientos en pie– sin ningún tipo de lógica narrativa. Ni siquiera cuando hablamos de una ópera prima.
Asesinos inocentes persigue con vehemencia la condición de thriller. Desde las primeras secuencias, todo el aparataje está destinado a esa identificación genérica. Tanto la música que resuena rotunda, descolchada, como una fotografía voluntariamente oscurecida para mostrar contraluces duros, casi violentos, en una ciudad nocturna deshabitada hasta la pérdida de la credibilidad. Todo está premeditado para alcanzar la meta del thriller por la vía rápida, antes por lo visual y lo sensitivo que por lo argumental. Gonzalo Bendala busca epatar por la piel antes que por el cerebro. Y a ese empeño se le ven, cuanto menos, varias costuras poco o nada rematadas.
La ciudad de Sevilla que muestra Asesinos inocentes es oscura hasta los límites de lo grotesco. No mucho menos sombrío resulta el trabajo de intérpretes con cierto bagaje, completamente minimizados en esta obra. Sorprenden los casos de Miguel Ángel Solá y Aura Garrido, e incluso la sobreactuada aparición de un Vicente Romero muy por debajo de su nivel en este tipo de roles. Sorprende todo y a la vez no sorprende nada en esta obra. No hay quien se la crea desde un principio y es posible que algunos espectadores se lancen al abrazo de buscarle los puntos cómicos a la historia (que los tiene, pero por desgracia es comedia no voluntaria).
Mientras tanto, entre muecas, gritos y tartamudeos, nos aproximaremos a ese final tan débil como acusable, que no es sino una demostración de todos los pasos que han llevado la historia hasta ese punto. Asesinos inocentes es un juego que queda muy por debajo incluso de la metáfora que propone su título. Una obra que, pese a tocar temas trascendentales y filosóficos (no en vano el profesor protagonista imparte dicha asignatura) como la culpa, la redención la muerte o el amor desinteresado no profundiza más allá de lo que un cuchillo apoyado sin fuerza penetra la piel del cuello del espectador. Una herida que, con una tirita, olvidamos al instante.
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