Para hablar de Love & Mercy hay que hacerlo, inevitablemente, de dos personas –personajes–, que son la misma y que se miran el uno al otro desde el futuro y el pasado según les corresponda. La comprensión absoluta de la planificación que realiza Bill Pohlad como director de la pieza se revela a sí misma por el contraste que ocasionan las dos películas que residen en su obra. Quizás por eso el director hace que resuenen los acordes de Nights in white satin cuando el Brian Wilson del presente-futuro tiene la primera cita con Melinda Ledbetter, pivote emocional de su vida, mientras en su contrapeso replica la época surfera y experimental de los Beach Boys. También por eso, tal vez, haga que Robert D. Yeoman contraste toda la fotografía del segundo bloque, de tonalidad mucho más oscura y lánguida, con la que despliega en la primera parte, bañada en ese resplandor californiano en el que hasta los interiores devuelven la luminosidad colorista que el pintor David Hockney consiguió atrapar en sus composiciones. Teniendo en cuenta que la película de Pohlad gira en torno a una figura como Brian Wilson, creador de los Beach Boys y su inimitable sonido, no podía ser de otra forma. Sin embargo, lejos de dejarse llevar por esa alegría de los Beach Boys, el autor sabe captar la emoción que gobierna a su personaje en cada momento a través de todos los elementos cinematográficos que despliega.
El cineasta compone su film en dos partes bien diferenciadas entre las que median, como bisagra, dos elementos: la irrupción de Elizabeth Banks y el momento de experimentación que supuso la grabación del Pet Sounds para Brian Wilson y la banda. En la parte referente al pasado, Paul Dano representa con garra a un artista en ciernes, con el cielo como meta; un creador total, que innova, que experimenta, que vive y que, por tanto, fracasa o triunfa según las monedas caigan de cara o de cruz. Por su parte, la segunda parte de la película se centra en la etapa de madurez de Brian Wilson, diagnosticada ya su esquizofrenia paranoide por el doctor Eugene Landy (qué solvente es siempre Paul Giamatti). En ella, John Cusack aporta la pausa, el dolor, la evidencia de la grieta. La composición del personaje en dos tiempos, y la compenetración de los actores en sus anacrónicos roles, suponen grandes logros para el filme.
Como un lazo entre las dos mitades, el personaje de Elizabeth Banks, que llega para sacar –o intentarlo– a Wilson del agujero. Su Melinda Ledbetter es azul, y como tal se representa en torno a ese tono; el azul de la libertad que supone nadar en el mar, conducir en su compañía el Cadillac en el que se conocen o el placer que supone para el artista perderse en su resplandeciente mirada, que guarda para él la promesa de un futuro mejor, celeste, un futuro en el que todo es océano en calma. De forma muy inteligente, Bill Pohlad sitúa el personaje de Banks a la altura en la que se encuentra el espectador, que descubre a través de ella los vaivenes, los conflictos y las resoluciones que giran en torno a la personalidad, la enfermedad mental y la propia relación que mantiene con el cantante y alma mater de los Beach Boys.
Entre tanto, el cineasta se pierde a conciencia entre los estudios, las consecuencias de la enfermedad mental del creador, la explotación de su genio creativo o la recreación de las grabaciones del Pet Sounds –en las que brilla un Paul Dano a gran nivel–, que harán las delicias de los melómanos. Constantemente, Pohlad alterna con clarividencia fílmica el estilo documental, cámara en mano y en constante búsqueda de un escondite desde el que filmar, con un envoltorio más convencional basado en los primeros planos y las tomas generales en las que la música se funde con la imagen en una simbiosis casi perfecta. No obstante, donde reluce con más fuerza el estilo del director y su sello personal es en varios detalles de puesta en escena. Si la representación de la paranoia desde el punto de vista de Brian Wilson es sobrecogedora gracias al barroquismo del sonido, con tenedores golpeando con furia los platos o música ascendente e incomodísima; no menos brillante resulta la decisión tomada para la escena final, precisamente por todo lo contrario: su radical sencillez. La elección de una u otra opción es lo que convierte el trabajo de dirección en algo verdaderamente destacable y, en este sentido, Pohlad reconoce perfectamente cuando sus personajes deben hablar y cuando puede silenciar sus palabras para que sea la música la que explique lo que están diciendo.
Al fin y al cabo, unos versos como los del Wouldn’t it be nice siempre serán mejores que lo que cualquiera pueda hablar sobre el amor, la vida, la felicidad y sobre la promesa de envejecer en el mar que atesoran los ojos de aquella persona a la que nunca querríamos dejar de mirar.