31 julio 2015

'La cura de Yalom', ¿cine de autoayuda?

Crítica publicada en Esencia Cine

La voz aterciopelada del psicólogo Irving Yalom conduce el hilo del documental que se centra en sus teorías y sus prácticas psicoterapéuticas. La cura de Yalom tiene como único foco el discurrir del pensamiento del propio Yalom. Existencialista, nihilista por momentos, y siempre enfocado hacia los sentimientos de las personas-pacientes, la película de Sabine Gisiger otorga el bastón de mando a su protagonista, que narra, reflexiona y efectúa una suerte de psicoanálisis sobre su vida. 

Sin embargo, esa suavidad de la voz de Yalom, sumada al pequeño caos controlado mediante el que dirige el film Sabine Gisiger, puede resultar en un arma de doble filo. La directora desaprovecha el aspecto más teórico –aquel en el que su protagonista es una eminencia– para dejar abierta la posibilidad de una biografía (autobiografía por momentos) sin demasiado orden ni concierto. 


El sentido de la vida es analizado desde un punto de vista pausado, arrítmico en determinados lapsos, que deambula de la vida a la muerte o del amor a la libertad. El tándem formado por Sabine Gisiger e Irving Yalom se acompaña de una música leve, también de terciopelo. El resultado parece tocado por las enseñanzas del amado y odiado por igual Paulo Coelho. ¿Ha inaugurado Sabine Gisiger lo que podríamos denominar como cine de autoayuda?

23 julio 2015

La construcción de lo real

Pieza publicada en Neupic

Realidad e imaginación a través de 'Blind'



En una escena de Blind (Eskil Vogt, Noruega, 2014) un programa de televisión escupe la siguiente pregunta: “¿qué es mejor, quedarse sordo o ciego?”. La protagonista, una escritora ciega, escucha postrada en su silla. En el edificio de enfrente, un hombre la observa desde su ventana, en un ritual que realiza cada...

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20 julio 2015

La madurez de las emociones

Pieza publicada en Neupic

'Del revés (Inside Out)' y la influencia de las emociones en la configuración de la identidad


Reímos. Lloramos. Nos enfadamos. Echamos de menos. Soñamos. Jugamos. Recordamos. Nos sentimos nostálgicos. Olvidamos. Amamos. Rechazamos. Pero, ¿por qué y cómo hacemos todo eso? Del revés (Inside Out, Pete Docter, Estados Unidos, 2015), la nueva propuesta de la factoría Disney-Pixar, parece indagar en estas dos...

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17 julio 2015

'Amy', la sonrisa imperfecta

Crítica publicada en Esencia Cine


Tal vez el fotógrafo Terry Richardson supo ver por encima de la artista y por eso la fotografió para la revista Spin semidesnuda y entre cristales de espejo rotos. Frágil. El resultado final es una instantánea en la que Amy Winehouse acaricia su abdomen con uno de esos cristales rotos de forma inocentemente amenazante; una metáfora de su propia existencia, punzante, entre el placer y el dolor, siempre con la amenaza de un destino inminente a la vuelta de la esquina. Así la retrata Asif Kapadia en su documental Amy: ni más ni menos que como lo que era, la mejor artista de los últimos años. Y quizás también la más autodestructiva.

El acercamiento a la cantante que ofrece el director no ofrece respiros ni espacios acondicionados para la habitabilidad. Amy es un retrato sin concesiones, nada complaciente, sobre la voz más imponente del siglo XXI y sobre los demonios internos –y no tanto– con los que lidiaba y convivía. Winehouse fue lo más cercano a lo que debería de ser una artista: una persona preocupada por cantar, nada más. Un talento que no se casó con nadie, pero que pudo ofrecer un perfecto matrimonio artístico con cualquier figura de la canción, desde la gran voz masculina del jazz Tony Bennett hasta raperos como Mos Def, Nas o Ghostface Killah. Y así la recoge el autor del film. Ni más ni menos; Kapadia ni glorifica ni demoniza, solo exhibe. 

El cineasta huye de la hagiografía a través de una documentación exquisita en la que predominan los videos caseros de la artista, las fotografías y las declaraciones de su entorno más cercano. De esta forma, el director de Senna compone un retrato desde la admiración, pero sin rehuir en absoluto los asuntos más espinosos y cortantes. Al fin y al cabo, también podemos amar a quien se autodestruye. Si no, ¿cómo íbamos a poder enamorarnos de aquellos que nos destruyen a nosotros? De eso también habla el film, de que Amy Winehouse, además de autodestruirse, contó con la importante ayuda involuntaria de su entorno (su relación con Blake Fielder-Civil tal vez sea el mejor ejemplo) para llegar hasta ese punto de no retorno.


De esta manera, entre materiales de archivo y una narración propia, los cristales rotos a través de los que la fotografió Terry Richardson se unen como una línea de puntos para devolver una imagen íntima y dolorosa de Amy. El rostro de Winehouse pasa constantemente de la broma y el juego a la expresión perdida propia del abuso de drogas y alcohol. Eso sí, sorprenden las escasas ocasiones en las que la cantante borraba su imperfecta sonrisa del rostro. En Amy pasan por la pantalla sus mejores momentos, pero también los más bajos, y en todos pone la piel de gallina (especialmente cuando muestra la grabación del single Back to black). Y nunca, ni en éxitos ni fracasos, la cantante elimina esa mueca de sonrisa con la que parecía desafiar al mundo en su totalidad. En mitad de todo, una terrible declaración de su mejor amiga quizás dibuje en un solo plano el mejor retrato jamás tomado de Winehouse; la artista acaba de recibir un Grammy, está desintoxicada, y, entre el jolgorio de todo su entorno, se acerca a su amiga y le escupe un crudo: “Esto es un rollo sin drogas”. Pura Winehouse; el ángel y el demonio, lo celestial y el infierno autogestionado. Ese back to black que siempre ofrece una drástica alternativa de escape ante la fama que devora a sus hijos.

El film de Kapadia ofrece a los que ya lo hiciesen un lugar desde el que volver a idolatrar a la artista, con todas sus aristas, pero también una certera visión total para aquellos que no hayan tenido la suerte de conocerla mientras vivía. Amy es una gran fotografía de esos ojos profundos y esa voz desgarrada, que a pesar de apagarse un 23 de julio de hace ahora cuatro años serán eternos. Una irrupción musical que cambió el panorama del soul y el jazz, a la que el mismo Tony Bennet quiso equiparar, ni más ni menos, que a Billie Holiday. Por eso quizás quien esto firma –permitidme una breve personalización– recuerde con exactitud el día en el que tuvo el primer contacto con la música de Winehouse: una mañana de domingo en la que apareció, de repente, como fue su llegada al top musical, en la televisión acompañada de dos bailarines con su mezcla soul, jazz y ska. Más tarde conocería ese era el concierto en el Stepherd’s Bush Empire londinense y lo vería completo varias veces con la sensación de estar ante alguien grande. Desde entonces hasta el día de su muerte –otro de esos días que uno recuerda con exactitud de detalle–, una relación de amor rota por la querencia constante a la autodestrucción. Quebrada como esos cristales con los que jugaba en la sesión de fotos de Richardson. Una vida en el filo del placer y el dolor, de la fama y sus consecuencias, del cielo suave de una herida en la voz al infierno permanente de su muerte.

'Una historia real', cara a cara con el monstruo

Crítica publicada en Esencia Cine


Una historia no tiene por qué ser siempre real. Tampoco la realidad siempre resulta en una buena historia. Hay matices. El debut en la gran pantalla de Rupert Goold (Macbeth, 2010; The Hollow Crown: Richard II, 2012) se apoya en la etiqueta del “basado en hechos reales” para devolver, esta vez sí, una buena historia. El director adapta las memorias de un reportero del New York Times, Michael Finkel, y la relación que le unió inesperadamente al criminal Christian Longo.

Con una dirección de actores sobria y eficaz, que devuelve el constante primer plano de unos sorprendentes Jonah Hill y James Franco –gran interpretación de este último, llena de matices en la gesticulación y la contención de emociones–, Una historia real indaga en los terrenos del crimen, la violencia y, por debajo de todo, en una línea de guión casi imperceptible, pero con una fuerza innegable, el debate ético que vertebra –o debiera hacerlo– el periodismo.


Puede pecar el guión de cierto convencionalismo, la historia no es un dechado de sorpresa; sin embargo, la virtud de Goold en la dirección y la planificación del juego que se traen entre manos los dos protagonistas, alejan la propuesta de la plantilla. Gracias a ello ese aspecto más formulario del guión no resta fuerza dramática al conjunto. El director compone una ficción agobiante que coloca sus cimientos más fuertes en la realidad, pero que, a pesar de ello, no la necesitaría para despegar por sí misma como entidad propia. Una historia real funciona, paradójicamente, como una gran ficción. 

A través del plano-contraplano Goold enfrenta a sus personajes con vehemencia y crudeza, como si ambos se situasen frente a un espejo que les mandase de vuelta sus demonios. Tras conocer que Longo, el criminal, utilizaba la identidad del periodista Finkel, este último se situará en una encrucijada moral que le hará preguntarse si de verdad no son tan parecidos como el propio Longo sugiere en alguna ocasión. El periodista se sitúa cara a cara con el monstruo para descubrir que los fantasmas le asolan desde sus adentros y no desde el mundo exterior. Para ello incluye el director la magnética presencia de Felicity Jones como esposa de Finkel, su único anclaje al contexto familiar; por eso también da la sensación de que la actriz está algo desaprovechada. En realidad, simplemente cumple su función y vuelve a dejar paso al absorbente dúo protagonista en un inteligente uso de los elementos actorales, que entre tanto depara, además, un intenso cara a cara entre Jones y Franco (quizás la mejor secuencia del film).

Bajo la capa de barniz de Una historia real subyace un debate que debería ser primitivo en la práctica periodística, la piel que no muda y permanece inalterable con el paso de los años: el debate entre la historia y la realidad. Y sus correspondencias. Por aquello de que una buena historia no puede ser estropeada por la realidad. Rupert Goold despliega de forma inteligente sus valoraciones a través del propio discurrir de la historia y de las frases de algunos personajes, pero en ningún momento lo hace desde un púlpito ni la obra se presenta cargada de moralina. Nada de eso. El desarrollo brinda el desenlace de forma natural. Y en él tiene lugar la última aportación del “basado en hechos reales”, tan cómica en su superficie como trágica en su fondo. Una nueva demostración de que, a veces, la realidad es la mejor, y la más inverosímil, de las historias.

'Eternal', la bolsa y la vida

Crítica publicada en Esencia Cine

Al entrar en el universo que despliega Tarsem Singh en Eternal se alude, automática e indirectamente, a dos películas que poco tienen que ver con el nuevo film del director indio, pero que a la vez tienen mucho en común. Se trata de Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Michael Gondry, Estados Unidos, 2004), incomprensiblemente traducida aquí como ¡Olvídate de mí!, e In Time (Andrew Niccol, Estados Unidos, 2011). Con la primera emparenta a través de la existencia de una empresa que puede actuar sobre la mente: en aquella para borrar la memoria, aquí para traspasar la conciencia de un cuerpo viejo a uno joven y permitir así la inmortalidad de la mente. Con la segunda, lo hace precisamente en eso, en la conversión del tiempo en moneda de cambio: Niccol lo hace de forma literal, Singh a través de este negocio secreto.


Cuando a un multimillonario enfermo terminal de cáncer (Ben Kingsley) le ofrecen la técnica denominada como “muda” no sabe el oscuro mecanismo que late detrás del descubrimiento médico-tecnológico. Sin embargo, decide efectuar el cambio y, así, su conciencia “resucita” –en realidad nunca murió– bajo la apariencia de Ryan Reynolds. En ese momento, la película efectúa el primer giro, a partir del cual también muta su gradación genérica, que al principio había guardado un espacio para lo cómico, pero que desde entonces será sobria y más propia del thriller. Todo se torcerá cuando Damian descubra que su nuevo cuerpo en realidad pertenece a un hombre que lo vendió para curar a su hija de una enfermedad y no a un hombre fallecido, como le habían asegurado.

En cambio, lo que a priori parecía una propuesta interesante que permitía indagar, como así lo hace, en lo más profundo del sentido de la identidad, en la condición del ser humano y en el aspecto ético de la ciencia se convierte en un thriller vertiginoso con una fallida vocación de acción. Ni los giros narrativos, excesivamente telegrafiados en determinados momentos, ni la acción desmesurada que busca Tarsem Singh de manera incesante en su segunda mitad consiguen equilibrar la propuesta. Self/Less es una película que adquiere mucha más entidad en la meditación de su contenido que en su aspecto formal, perfectamente olvidable nada más salir de la sala. Por si fuera poco, un cuestionable uso de la figura de la niña para lograr la emoción fácil (en este sentido se aproxima de forma lateral al Crash de Paul Haggis) se suma a la lista de oscuridades del film. Eternal deja de brillar muy pronto; concretamente cuando Ben Kingsley desaparece de la escena y deja paso a un Ryan Reynolds que pisa terreno alisado para la clásica conversión en héroe musculado y de buenas intenciones. Momento que coincide, no por casualidad, con el abandono de la reflexión sobre cuestiones científico-morales, que podrían haber resultado en un film relevante, para abrazar sin ningún pudor la acción desmedida, los tiros y el acero más vigoroso, vacío y, paradójicamente, débil.

15 julio 2015

Propaganda al desnudo

Pieza publicada en Neupic

Crónica del Atlántida Film Fest (IV): Sección (Anti)Propaganda


Corea del Norte ha sido la gran protagonista transversal de la Sección (Anti)Propaganda del Atlántida Film Fest de 2015. El país regido en férreo mandato por Kim Jong-un ha recibido el foco directo de cuatro de las diez películas de esta sección dedicada a las técnicas de propaganda en el cine. Ninguna, en cambio,...

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14 julio 2015

Tratado cinematográfico de geopolítica

Pieza publicada en Neupic

Crónica del Atlántida Film Fest (III): Sección Atlas


Haciendo uso de su denominación, se puede decir que la Sección Atlas del Atlántida Film Fest se explica a sí misma en su propio título. La selección de veintiuna películas ofrecida en este marco efectúa un recorrido a lo largo y ancho del mundo y devuelve una panorámica de aquellas obras que han triunfado en el...

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13 julio 2015

Elogio del fuera de campo

Pieza publicada en Neupic

Crónica del Atlántida Film Fest (II): Sección Oficial de Cortos


En ocasiones la imagen que más aterroriza, golpea o asombra es la que no se muestra de forma directa. Lo demostró no hace mucho el genio creativo del director camboyano Rithy Panh en su película La imagen perdida (L’image manquante, Camboya, 2013), en la que, obligado por la ausencia de imágenes, reconstruyo a base...

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10 julio 2015

Las bifurcaciones del Cine

Crónica publicada en Neupic

Crónica del Atlántida Film Fest (I): Sección Oficial


Si todos los caminos conducen a Roma, ¿por qué no igualmente al Cine (con mayúsculas)? O, dicho de la forma inversa, si de Roma salen múltiples caminos, ¿por qué no iban a hacerlo también desde el Cine? La Sección Oficial del Atlántida Film Fest parece haber tomado esta afirmación como punto de partida para su...

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'Love & Mercy', wouldn't it be nice?

Crítica publicada en Esencia Cine


Para hablar de Love & Mercy hay que hacerlo, inevitablemente, de dos personas –personajes–, que son la misma y que se miran el uno al otro desde el futuro y el pasado según les corresponda. La comprensión absoluta de la planificación que realiza Bill Pohlad como director de la pieza se revela a sí misma por el contraste que ocasionan las dos películas que residen en su obra. Quizás por eso el director hace que resuenen los acordes de Nights in white satin cuando el Brian Wilson del presente-futuro tiene la primera cita con Melinda Ledbetter, pivote emocional de su vida, mientras en su contrapeso replica la época surfera y experimental de los Beach Boys. También por eso, tal vez, haga que Robert D. Yeoman contraste toda la fotografía del segundo bloque, de tonalidad mucho más oscura y lánguida, con la que despliega en la primera parte, bañada en ese resplandor californiano en el que hasta los interiores devuelven la luminosidad colorista que el pintor David Hockney consiguió atrapar en sus composiciones. Teniendo en cuenta que la película de Pohlad gira en torno a una figura como Brian Wilson, creador de los Beach Boys y su inimitable sonido, no podía ser de otra forma. Sin embargo, lejos de dejarse llevar por esa alegría de los Beach Boys, el autor sabe captar la emoción que gobierna a su personaje en cada momento a través de todos los elementos cinematográficos que despliega.

El cineasta compone su film en dos partes bien diferenciadas entre las que median, como bisagra, dos elementos: la irrupción de Elizabeth Banks y el momento de experimentación que supuso la grabación del Pet Sounds para Brian Wilson y la banda. En la parte referente al pasado, Paul Dano representa con garra a un artista en ciernes, con el cielo como meta; un creador total, que innova, que experimenta, que vive y que, por tanto, fracasa o triunfa según las monedas caigan de cara o de cruz. Por su parte, la segunda parte de la película se centra en la etapa de madurez de Brian Wilson, diagnosticada ya su esquizofrenia paranoide por el doctor Eugene Landy (qué solvente es siempre Paul Giamatti). En ella, John Cusack aporta la pausa, el dolor, la evidencia de la grieta. La composición del personaje en dos tiempos, y la compenetración de los actores en sus anacrónicos roles, suponen grandes logros para el filme. 


Como un lazo entre las dos mitades, el personaje de Elizabeth Banks, que llega para sacar –o intentarlo– a Wilson del agujero. Su Melinda Ledbetter es azul, y como tal se representa en torno a ese tono; el azul de la libertad que supone nadar en el mar, conducir en su compañía el Cadillac en el que se conocen o el placer que supone para el artista perderse en su resplandeciente mirada, que guarda para él la promesa de un futuro mejor, celeste, un futuro en el que todo es océano en calma. De forma muy inteligente, Bill Pohlad sitúa el personaje de Banks a la altura en la que se encuentra el espectador, que descubre a través de ella los vaivenes, los conflictos y las resoluciones que giran en torno a la personalidad, la enfermedad mental y la propia relación que mantiene con el cantante y alma mater de los Beach Boys.

Entre tanto, el cineasta se pierde a conciencia entre los estudios, las consecuencias de la enfermedad mental del creador, la explotación de su genio creativo o la recreación de las grabaciones del Pet Sounds –en las que brilla un Paul Dano a gran nivel–, que harán las delicias de los melómanos. Constantemente, Pohlad alterna con clarividencia fílmica el estilo documental, cámara en mano y en constante búsqueda de un escondite desde el que filmar, con un envoltorio más convencional basado en los primeros planos y las tomas generales en las que la música se funde con la imagen en una simbiosis casi perfecta. No obstante, donde reluce con más fuerza el estilo del director y su sello personal es en varios detalles de puesta en escena. Si la representación de la paranoia desde el punto de vista de Brian Wilson es sobrecogedora gracias al barroquismo del sonido, con tenedores golpeando con furia los platos o música ascendente e incomodísima; no menos brillante resulta la decisión tomada para la escena final, precisamente por todo lo contrario: su radical sencillez. La elección de una u otra opción es lo que convierte el trabajo de dirección en algo verdaderamente destacable y, en este sentido, Pohlad reconoce perfectamente cuando sus personajes deben hablar y cuando puede silenciar sus palabras para que sea la música la que explique lo que están diciendo.


Al fin y al cabo, unos versos como los del Wouldn’t it be nice siempre serán mejores que lo que cualquiera pueda hablar sobre el amor, la vida, la felicidad y sobre la promesa de envejecer en el mar que atesoran los ojos de aquella persona a la que nunca querríamos dejar de mirar.

04 julio 2015

Los oasis del sueño

Crítica publicada en Neupic



Alguien sueña desde Jauja. Lo difícil es determinar quién y hacia qué espacio temporal lo hace; y además, lo mejor es que cada espectador, en este sentido, extraiga su propia lectura. La última película de Lisandro Alonso entrega un sugerente diálogo temporal, en una dirección y en la otra: de pasado a presente y...

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03 julio 2015

'Los Minions', the yellow slapstick

Crítica publicada en Esencia Cine


Probablemente una de las preguntas que casi todo el mundo se hacía sobre los colaboradores del villano Gru era qué idioma hablaban. Y es una de las pequeñas explicaciones que ofrece la precuela, Los Minions, dedicada en exclusiva a estos pequeños y simpáticos seres amarillos y torpones, que explica su origen y cómo llegaron a colaborar con el hombre más malo del mundo (con el que ya han protagonizado dos películas para la franquicia Universal). 

Ya el prólogo anuncia lo que va a ofrecer la película: la cabecera de Universal, cantada en la voz inconfundible de un minion da paso a una panorámica histórica en la que los pequeños bichos (uno duda si llamarlos animales, pues muestran sentimientos totalmente humanos) son los totales protagonistas. Desde la edad de los dinosaurios hasta la actualidad, comprendemos el papel “sordo”, y realmente divertido, que han jugado los minions a lo largo de la historia.

Pero, llegados a un punto, la necesidad de servidumbre a la villanía de estos seres se dispara y, en mitad del tedio por no tener villano al que honrar, tres aventureros se lanzan a la conquista del mundo moderno. La elegida es, ni más ni menos, que Scarlett Overkill, una tipa maligna (con un excepcional doblaje por parte de Alexandra Jiménez en España) que tiene ecos del holgazán villano Vector de la primera película, Gru, mi villano favorito (Pierre Coffin y Chris Renaud, Estados Unidos, 2010). Para ello, los minions tendrán que cruzar el mundo, pretexto perfecto para hacer gamberradas –pues de eso se trata, ni más ni menos, el film– antes de llegar a la Villain-Con (la mayor convención de villanos del mundo, perfecta parodia en la que resuenan la Comic-Con y todo este tipo de ferias especiales que cada vez proliferan más a lo largo y ancho del mundo).


Apañándose con su lenguaje impenetrable y su mezcolanza lingüística, que contiene rumano, italiano, francés, español y americano, entre otras, los minions acuden a la llamada del mal. Sin embargo, tienen un hándicap importante: son unos “tipos” adorables que despiertan el cariño de los demás allá donde van. De hecho, su villanía es más fruto de la torpeza que de la meditación. Y en eso se centra la propuesta diseñada por Pierre Coffin, acompañado esta vez en la dirección por Kyle Balda. Los Minions prometen una carcajada por secuencia, sin más pretensiones que la de reír y provocar la risa a pequeños y no tanto. 

Se puede interpretar la ausencia de una trama más potente (la búsqueda de un villano a la altura puede antojarse insuficiente) como un punto débil, sin embargo permite que el foco se centre en exclusiva en los tres protagonistas para que la coreografía (a veces literal) sea total y perfectamente sincrónica. Un baile que, por si fuera poco, va acompañado de un jukebox maravillosamente adaptado a la época en la que se sitúa la película: los años sesenta norteamericanos y londinenses. 

Conviene nos buscarle a la película mayores pretensiones que las reír. Y en ese terreno, desde luego, lo tiene todo ganado. Con toques de comedia clásica y slapstick (a veces los minions parecen herederos de Chaplin o Buster Keaton, pero también de los coetáneos Mr. Bean o Benny Hill), una pizca de la mente anárquica de un niño y ciertos toques de humor sociopolítico (maravilloso el exagerado retrato de lo británico que se lleva a cabo en el film), Los Minions se pueden convertir en uno de los éxitos del verano. Una de esas cintas animadas que gustarán tanto a los más pequeños como a los más grandes. Comprobadas las sospechas: los minions pueden ser protagonistas sin nadie como complemento.

'Profanación', la alta burguesía caníbal

Crítica publicada en Esencia Cine


En el año 2003 Camilla Lackberg publicó en Suecia La princesa de hielo, primero de los títulos de la saga Los crímenes de Fjällbacka. Solo dos años más tarde, en 2005 y también en Suecia, el aclamado y posteriormente fallecido Stieg Larsson empezó la publicación de su trilogía Millenium con la exitosa Los hombres que no amaban a las mujeres. Para seguir con la tendencia dos años más tarde (2007) se iniciaría en Dinamarca la publicación de la saga del Departamento Q, escrita por Jussi Adler-Olsen, con una novela que llevó por título La mujer que arañaba las paredes. La tendencia en alza del denominado nordic noir se había convertido en pauta de estilo. Consciente de ello, las productoras audiovisuales no han dejado de lado la posibilidad de explotar sus virtudes en pantalla. En el año 2009 se estrenó en Suecia la adaptación de la saga de Stieg Larsson, protagonizada por Noomi Rapace, que posteriormente (2011) adaptaría David Fincher en Estados Unidos con un único film –por ahora– protagonizado por Rooney Mara y Daniel Craig. No es la única de las sagas nórdicas que ha sido llevada al lenguaje de imágenes. La serie de novelas de Camilla Lackberg –inagotable; aún se siguen publicando entregas a día de hoy– también tuvo su versión televisiva. Los crímenes de Fjällbacka se convirtió en 2013 en una miniserie de cinco episodios que mantenía la esencia y la atmósfera de las novelas (en España se pudo ver a través de la plataforma Canal Plus). La última en llegar a nuestras fronteras, aunque es del mismo año que esta, es la adaptación del universo literario de Adler-Olsen y su Departamento Q. Si el mes pasado se estrenaba la adaptación de la primera novela, bajo el título de Misericordia, ahora le toca el turno a la continuación, que llega a la cartelera con el nombre de Profanación.


Esta segunda entrega supone una nueva muestra de los rasgos comunes que aúnan todas las propuestas anteriores; una demostración de que los nórdicos son expertos a la hora de crear atmósferas inquietantes. Quizás el estado de bienestar en el que viven hace que sus mentes sean capaces de imaginar los peores entornos para sus personajes. Es el caso de las adaptaciones que ha llevado a cabo Mikkel Norgaard (Borgen, Klovn) del universo oscuro e inhumano que deletrea –su saga también sigue publicándose hoy– el escritor Jussi Adler-Olsen. Si algo posee Profanación es una atmósfera cargante, que agobia, aprieta sin llegar a ahogar y nos expulsa constantemente para después volver a atraernos. De la misma forma que en su predecesora Misericordia, el director juega con los sonidos y despliega una imagen pulcra y de una sutileza absoluta para establecer una especie de vaivén de voluntades con y hacia el espectador. En ocasiones, la relación que este mantiene con la historia puede ser similar a la que poseen los personajes de esta con el crimen. 

Profanación, además, dispone una historia de fondo con más interés que la primera entrega. El caso archivado que recuperan los proscritos policías Carl y Assad tiene que ver con una serie de crímenes cometidos años ha y atribuidos a un oscuro personaje del pueblo, gracias a una confesión, pese a que la gran sospecha sobrevolaba en principio sobre un grupo de jóvenes estudiantes de clase alta. En este punto radica el mayor foco de interés de esta segunda entrega de la saga. Profanación ahonda en el retrato de una alta burguesía llena de ambiciones e instintos depredadores, una nobleza caníbal que juega y se divierte a costa del dolor de los demás. Sin embargo, como ya le ocurría a la primera película, Profanación termina por perderse en un carrusel de giros interminables y en la espectacularidad hacia la que termina por verterse todo el dispositivo técnico, que acaba olvidando la sutileza para filmar –con la misma elegancia, eso sí– una suerte de espectáculo visual con menos jugo narrativo del que se le presuponía. Sí resulta interesante, en cambio, la composición de la historia en dos tiempos a través de grandes interpretaciones, tanto juveniles como adultas. 

Si el nordic noir está en alza en el territorio narrativo, no parece que el cine o la televisión (de la que su director aún mantiene dejos, sobre todo en ciertas planificaciones) vayan a tener todavía por delante un recorrido menos amplio en torno al género.

'El padre', la epopeya interminable

Crítica publicada en Esencia Cine


En una secuencia de El padre (The Cut, Faith Akin, Alemania, 2014) el protagonista, armenio, experimenta una suerte de epifanía mientras ve El chico (Charles Chaplin, Estados Unidos, 1921): tiene que encontrar a sus hijas, de las que le separaron los turcos una noche en 1915. Aunque eso suponga recorrer todo el mundo. Y así emprende un largo viaje. El cine ha actuado como una especie de baliza de resistencia, un espacio ficticio al que el personaje se aferra para evadir la realidad que atraviesa. El argumento del film podría resumirse como la epopeya de un padre por recuperar a su familia, aun desconociendo si continúan vivos o no tras el genocidio armenio.

Faith Akin se nutre de la imponente fotografía de claroscuros de Rainer Klausmann, de colores fríos y apáticos en la noche –como si ahí fuese donde se pierde la esperanza– y muy cálidos durante los lapsos del día, para mostrar, siempre con el rostro de Tahar Rahim como meta, el viaje del padre en busca de su pasado, que será a la vez su futuro. El cineasta estructura su guión, coescrito con Mardik Martin, a través de constantes saltos, tanto temporales como espaciales, para evidenciar con ello que la sinrazón y la miseria moral humanas no entienden ni de fronteras ni de tiempos. 


El padre se mueve constantemente entre los géneros de aventuras, thriller o western –del que hereda planos calcados– sin perder nunca de vista el motivo de su existencia: el padre que busca con ahínco a su hija por todo el mundo. Sin embargo, bajo la capa primaria del film, subyace una visión del mundo que denota un cierto pesimismo, al que se une el efecto de extrañeza que provoca la inclusión estridente de una guitarra de rock progresivo que, por momentos, incomoda, pero que en otros resulta bella como los paisajes recorridos.

Todo está documentado de forma exquisita en la obra de Akin: las ciudades se visten como deben, los carteles, posters, coches que acompañan la escena son los que tienen que ser, etc. La coherencia espacio-temporal es muy destacable (excepto en un par de lapsus irrevelables) y contribuye a que el elevado número de saltos entre lugares y años no se vuelva un lastre por sí mismo. Sí se torna en complicación, no obstante, cuando percibimos que la sobreabundancia de ellos hace perder potencia a la trama vertebral. Podrían haberse eliminado un par de viajes del padre sin que la historia hubiese lucido amputada ni su épica menor. 

De esta forma, la guitarra estridente conduce los pasos del padre en busca de la hija por desiertos físicos y psicológicos –en este sentido el espectador puede recordar de forma muy primitiva la Jauja de Lisandro Alonso, donde un padre también atravesaba el desierto para reencontrarse con su hija secuestrada, y en la que, además, sonaba una guitarra similar en el giro central del film– hacia la consecución de su objetivo, el cumplimiento de una voluntad gestada. Lo escribió Paulo Coelho y por momentos Faith Akin parece adherirse a esa corriente: “Cuando deseas algo con mucha fuerza, el universo entero conspira para que puedas conseguirlo”.

'Asesinos inocentes', la búsqueda artificial del thriller

Crítica publicada en Esencia Cine


Asesinos inocentes resulta tan forzada como el imbricado juego de palabras que le da título, como las caras de sus protagonistas buscando continuamente la mueca inolvidable, el gesto perpetuo. Desde el primer momento, el guión de la película se basa en lo inverosímil como propuesta. Un profesor pide a un alumno que le mate a cambio de un aprobado para redimir su culpa con respecto a la paraplejia de su mujer en un accidente de tráfico en el que era él quien conducía. Así podrá cobrar el seguro y operarse en Estados Unidos. El dilema planteado para dar comienzo a la trama central del film es tan rotundo como inconsistente. Se desmorona por momentos junto al resto de la película, que adolece de un peligroso tartamudeo, incomprensiblemente trasladado por el director a varios de sus personajes.

El imperdonable balbuceo de Javier Hernández a lo largo de todo el film resulta tan forzado como las continuas muecas de Alvar Gordejuela. Más allá del trabajo actoral, lo cierto es que se intuyen tics de dirección insalvables en estos detalles de la obra. Más allá de todo esto, la nada. El guión de Asesinos inocentes revira, vuelve y se repliega una y otra vez sobre el mismo pivote. El giro inverosímil se convierte en la tónica narrativa de la obra, que tiene como cumbre un final tan imposible como sonrrojante, tan cercano al ridículo que provocará una mezcla entre la carcajada y la vergüenza ajena. No, no es disculpable bajo ningún concepto que, por querer incluir el clásico happy end redentor se obligue a la historia a autodemolerse –si aún le quedaban cimientos en pie– sin ningún tipo de lógica narrativa. Ni siquiera cuando hablamos de una ópera prima. 


Asesinos inocentes persigue con vehemencia la condición de thriller. Desde las primeras secuencias, todo el aparataje está destinado a esa identificación genérica. Tanto la música que resuena rotunda, descolchada, como una fotografía voluntariamente oscurecida para mostrar contraluces duros, casi violentos, en una ciudad nocturna deshabitada hasta la pérdida de la credibilidad. Todo está premeditado para alcanzar la meta del thriller por la vía rápida, antes por lo visual y lo sensitivo que por lo argumental. Gonzalo Bendala busca epatar por la piel antes que por el cerebro. Y a ese empeño se le ven, cuanto menos, varias costuras poco o nada rematadas.

La ciudad de Sevilla que muestra Asesinos inocentes es oscura hasta los límites de lo grotesco. No mucho menos sombrío resulta el trabajo de intérpretes con cierto bagaje, completamente minimizados en esta obra. Sorprenden los casos de Miguel Ángel Solá y Aura Garrido, e incluso la sobreactuada aparición de un Vicente Romero muy por debajo de su nivel en este tipo de roles. Sorprende todo y a la vez no sorprende nada en esta obra. No hay quien se la crea desde un principio y es posible que algunos espectadores se lancen al abrazo de buscarle los puntos cómicos a la historia (que los tiene, pero por desgracia es comedia no voluntaria).

Mientras tanto, entre muecas, gritos y tartamudeos, nos aproximaremos a ese final tan débil como acusable, que no es sino una demostración de todos los pasos que han llevado la historia hasta ese punto. Asesinos inocentes es un juego que queda muy por debajo incluso de la metáfora que propone su título. Una obra que, pese a tocar temas trascendentales y filosóficos (no en vano el profesor protagonista imparte dicha asignatura) como la culpa, la redención la muerte o el amor desinteresado no profundiza más allá de lo que un cuchillo apoyado sin fuerza penetra la piel del cuello del espectador. Una herida que, con una tirita, olvidamos al instante.

'Aprendiendo a conducir', conversación al volante

Crítica publicada en Esencia Cine


El ser humano es esa extraña especie que, en momentos de cambio, se lanza a hacer cosas nuevas que, probablemente, nunca había pensado que haría. Es lo que le ocurre a Wendy (Patricia Clarkson), que mientras ve cómo su matrimonio se va a pique, decide sacarse el carnet de conducir en una autoescuela de Nueva York. Allí conoce a Darwan (Ben Kingsley), el profesor, y se establece un vínculo de amistad cada vez más fuerte entre ellos. El guión de Sarah Kernochan en el último encargo de la cineasta Isabel Coixet no tiene mayor misterio que ofrecer una salida dialogal a dos personajes con vacíos internos importantes. Y como tal, Aprendiendo a conducir goza de mayor frescura cuanto más cerca se sitúa de la pareja protagonista. La química entre Clarkson y Kingsley –interpretando esta vez a un hombre indio; este actor es una mina para las nacionalidades– se instituye como el pilar básico de todo el film. Consciente de ello, Coixet desliza sus intentos de ofrecer algún toque de estilo en estas secuencias. Ante la fragmentación de planos del resto, que saltan generalmente del frente a la espalda de los personajes de forma constante, la directora trata de aportar soluciones formales distintas en los diálogos Kingsley-Clarkson, como el paneo lateral de rostro a rostro. 


No obstante, la evidencia del dispositivo narrativo, con giros de guión anunciados desde los primeros compases y con cierta brusquedad en su realización, convierten Aprendiendo a conducir en una película excesivamente convencional y con un ritmo tal vez más pausado de lo necesario. El cruce de culturas, el enfrentamiento de personalidades complejas y contrarias, las diferencias a la hora de ver el mundo desde los ojos masculinos y femeninos, así como los fantasmas de la inseguridad y el miedo a la soledad se deslizan de forma constante dentro de los límites del encuadre de Coixet, que los recoge, los alimenta y vuelve a lanzarlos a la palestra alternando su forma entre el chiste y la conversación trascendental maestro-alumna. Así, el histrionismo de los personajes circula pasivamente hasta un final que, en cierto modo, rompe con la convencionalidad que había regido el resto del relato hasta el momento, ofreciendo una nueva salida más interesante que la que el espectador, seguramente, estará planteándose a esas alturas del metraje.