Crítica publicada en Esencia Cine
Un escalofrío sobrio gobierna cada plano de Camino de la Cruz. Todo es parquedad en una película que se erige como la traslación del calvario de Jesucristo a nuestra sociedad contemporánea. Sustentada por una asombrosa interpretación de Lea Van Acken, que se convierte en el trasunto de Cristo, la cinta narra los vericuetos a los que se enfrenta una adolescente sometida a la educación fanática de su familia ultra católica, personificada en el personaje de una madre autoritaria, vigilante y siempre dispuesta a reconducir cualquier comportamiento de la joven que se salga del patrón.
Estructurada en catorce planos secuencia, la mayoría de ellos fijos, intertitulados con pasajes bíblicos, Camino de la Cruz trasunta el Vía Crucis de Jesús en la niña Maria. Desde un primer plano que recuerda visualmente a la imagen de la última cena que cualquiera guarda en su imaginario, hasta una secuencia final que se puede interpretar de múltiples formas, la cámara muestra sin concesiones, dotando a la composición de los planos de una importancia vital en la narración de la historia. La situación de los elementos, la recomposición de los mismos dentro del estatismo de los encuadres, el trabajo fotográfico, la puesta en escena… todo en Kreuzweg está supeditado a la sobriedad con la que su director decide contar la historia.
La cámara de Dietrich Brüggemann se sitúa en continuos planos fijos; y las secuencias son largas, como si con ello el cineasta quisiese filmar la realidad de manera fidedigna. No existe apenas montaje, la acción se desarrolla siempre dentro del encuadre elegido, consiguiendo una mezcla de realidad documental y suspense en cada una de las situaciones. La dirección de Brüggemann es austera, sin alardes. Sólo hay tres movimientos de cámara, tal vez en los que se puedan considerar los tres momentos clave del film. No es casualidad; con esa decisión el cineasta decide otorgar pese a todo cierta dignidad a su personaje (sobre todo en el segundo, una íntima retirada desde el fuera de campo, y el bellísimo tercer movimiento, la “ascensión”).
Nada sobra en Camino de la cruz; todos los elementos están destinados a favorecer y aumentar el efecto causado por la narración. Incluso la música, ausente salvo en dos momentos en los que se utiliza la música diegética (desde dentro del propio film) con el fin de ilustrar situaciones muy delicadas. De manera subyacente, desde lo más profundo de sus líneas, el guión escrito por Dietrich Brüggemann y Anna Brüggemann se adentra en terrenos pantanosos en los que la educación familiar, la supeditación de toda la vida al juicio de un Dios, generan una incomodidad palpable en el espectador.
Kreuzweg reflexiona sobre el impacto del fanatismo religioso en la vida de una niña de catorce años. Tal vez el imaginario colectivo lleva a asemejar el concepto de fanatismo religioso con el terrorismo islámico o el burka, por ejemplo; por eso la película de Brüggemann punzará con vehemencia ciertos sectores. El cineasta sitúa el fanatismo en el seno de una familia alemana, que rige todos y cada uno de sus actos por los mandamientos de Dios, llevando esa fe hasta límites cercanos al crimen. Se puede hablar, entonces, de Camino de la cruz como un Vía Crucis de la contemporaneidad; un camino lleno de dolor, estigmas, incomodidad y violencia implícita. En definitiva, una templada, pero a su vez conmovedora, aproximación desde la contención a la hipodermis del dogmatismo y la exaltación religiosa, en el que es imposible la indiferencia.
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