“To be, or not to be, — that is the question.-”
Hamlet. Acto III. Escena I.
¿Qué es más importante, el autor o la obra? ¿Prevalece más en el tiempo el uno o la otra? ¿Cambiaría algo si nos enterásemos de que el mayor escritor de todos los tiempos oculta un secreto sobre su identidad? La película Anonymous nos narra una de las posibles teorías que aseguran que Shakespeare sólo era una firma, tras la que se escondía un importante noble. Pero no es la única.
Desde el siglo XIX existen teóricos literarios y escritores, Dickens, Twain o Nabokov entre otros, que han cuestionado la posibilidad de que un actor sin estudios y sin apenas conocimiento de la vida y las intrigas cortesanas pudiese haber escrito la obra de William Shakespeare. Por si fuera poco, a su muerte no quedó ningún manuscrito. Son varias las posibilidades que se barajan sobre este aspecto, hasta el momento cuatro, más concretamente.
La más conocida es la llamada ‘conspiración Marlowe’, en franca referencia al dramaturgo Christopher Marlowe. Según esta teoría, él es el autor que se habría escondido tras la firma de Shakespeare. Los partidarios de esta conspiración hablan de similitudes en las temáticas y su acompañamiento de poemas de corte clásico. Se dice que Shakespeare no tenía suficiente formación para haber llegado a tal dominio. El dato más importante para los marlovianos es la coincidencia del final y el inicio de sus obras. Marlowe muere en 1593, año en el que Shakespeare publica su primera obra. Los que ven tras Shakespeare al autor de Fausto aseguran que sólo fue un cambio de identidad, con el fin de evitar las persecuciones a las que se había empezado a ver sometido el dramaturgo, acusado de ateo y homosexual. Shakespeare, un actor, sólo habría puesto la firma a cambio de unas monedas.
En la película Anonymous se narra la teoría de que el verdadero escritor de las obras que hoy atribuimos a Shakespeare fue Edward de Vere, conde de Oxford. Esta es la teoría más desarrollada. El motivo por el que de Vere se habría ocultado bajo un seudónimo es evidente. El conde de Oxford no anhelaba el reconocimiento ni el dinero. Se dice de él que era un escritor de raza, que sólo quería escribir por encima de cualquier cosa. Eso le llevo a morir arruinado. Ante la imposibilidad de firmar sus obras, cargadas de matices y secretos de la Corona, de la que había sido expulsado por mantener una relación con la reina Isabel, recurrió a Shakespeare. En su afán por evitar que se revelase su secreto, se dice que, incluso, llegó a asesinar al mismísimo Christopher Marlowe.
La más rocambolesca de las hipótesis habla de Sir Francis Bacon. La teoría ‘baconiana’ afirma que el nombre de Shakespeare es un seudónimo con claves masónicas. Las coincidencias están fundamentadas, sobre todo, en que ambos nombres poseen treinta y tres letras, un número clave para la masonería, en el interés de Bacon por los asuntos tratados en la obra y en la evidente necesidad de ocultación que le habría llevado a utilizar un nombre alternativo para publicar sus obras. Para los baconianos, William Shakespeare no habría sido más que un actor accionista del Globe Theatre.
Existe también la versión que sí reconoce las obras a William Shakespeare, lejos de intrigas y conspiración, incluida aquí la interpretación académica, que sí confía en la imaginación del autor para crear todo su universo. Su padre, John Shakespeare, alcalde de Stratford y promotor de empresas de teatro ambulante, habría sido quien le habría inculcado su vena actoral. La capacidad narrativa la habría adquirido gracias al tiempo que habría pasado ensayando y a sus lecturas, y a codearse con personajes de la talla del propio Marlowe, Ben Jonson, su mejor amigo y principal defensor, o Spenser. Una de las evidencias de su autoría podría ser, según los stratfordianos, como se conoce a sus defensores, la similitud entre Hamlet y Hamnet, su hijo fallecido prematuramente, que habría inspirado la tragedia.
No obstante, una vez explicadas las posibles teorías, surge una pregunta. ¿De verdad importa si Shakespeare fue o no otra persona? ¿Es relevante para su obra? ¿Perdería valor el legado de la literatura británica si alguna de estas conspiraciones se convirtiese en cierta?
La obra de Shakespeare es inmensa, tanto en tamaño como en cualidades y atributos literarios. Independientemente de si la firma de William Shakespeare esconde otro autor, los Hamlet, Romeo y Julieta, Macbeth, Julio César o Ricardo III son de una calidad incontestable. Si el autor conocía o no las intrigas palaciegas, o si su escasa formación le impedía escribir de tal manera debe ser lo de menos. El legado existe y es incuestionable. Como lo es la Literatura. “Ser o no ser” vuelve a ser ahora la cuestión, pero quizás, a estas alturas en las que ningún pleito serviría a las partes, sea lo menos trascendental de todo lo que esconde el universo shakesperiano.
Lo importante para nosotros es admirar la obra, por encima de la marca, del autor, de la firma. Saber leer lo que esconden las palabras antes de especular con lo que ocultan las firmas. Disfrutar, en definitiva, de uno de los legados más importantes de la cultura y no perdernos en polémicas que, medio siglo después, importan ya poco o nada.
Al final, como escribió el propio Shakespeare (sea quien sea la mano que escribe): “El mundo entero es un teatro”[i].
[i] Como gustéis, 2.º acto, escena VII.
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