09 enero 2015

'Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia)', ¿ha muerto la ficción?

Crítica publicada en Esencia Cine


El superhéroe ha muerto. ¿O al contrario está más vivo que nunca? Esa parece ser una de las preguntas que constantemente se hace, y nos hace, Alejandro González Iñárritu en Birdman. Pero no la única. ¿Y el cine?, ¿ha muerto el cine y se ha vuelto sólo espectáculo vacuo o aún queda ese espacio que ocupa el “autor” para desarrollarse? El cineasta mejicano carga las tintas y se arma de preguntas, con o sin respuesta, durante los 118 minutos que alcanza la producción.

Desde el propio trabajo actoral hasta el ejercicio de la crítica tienen cabida en la punzante sátira que firma el director a propósito de Birdman. Personificados en las arrugas de un inmenso Michael Keaton, la película muestra los propios pliegues de una industria cada vez más entregada a la espectacularidad, lo excéntrico y el culto exacerbado a la fama que la deglute y la fagocita sin ningún miramiento ni reserva. 

Iñárritu se adentra en el tren de pensamiento de un actor, Riggan, famoso por interpretar a un superhéroe de renombre, Birdman, cuya voz atormenta al propio actor y le confronta con su entorno continuamente. Ahora, tras engullir la fama, el intérprete trata de dar un nuevo cauce a su vida profesional, dirigiendo la adaptación teatral en Broadway de la obra de Raymond Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor. Mientras, intenta recuperar la relación personal con su hija (gran Emma Stone), lidiar con el excéntrico grupo de actores encabezado por un autoparódico Edward Norton o salvar su trabajo ante la crítica teatral del Times, empeñada en hundirlo.


Con una puesta en escena basada en un falso plano secuencia de dos horas, la obra de Iñárritu se fundamenta en dos pilares: los diálogos y el montaje en plano. En ambos casos el trabajo es fantástico, destacando una composición y recomposición constante que mantiene siempre el centro de atención en el encuadre elegido en cada momento. La dirección de cámaras es frenética y se adhiere al flujo de pensamiento del propio protagonista dominando el espacio reducido en el que se desarrolla a la perfección.

Los demonios internos del actor, que en realidad representan los propios vacíos de la industria cinematográfica, vertebran la obra y se evidencian en esa voz grave del superhéroe y en el sobrio y surrealista acompañamiento musical –una escueta batería de jazz– que realiza Antonio Sánchez –con cameo incluido en una escena de la cinta. 

Birdman es una película repleta de reflexiones. Algunas se desarrollan en forma de dicotomías, como las que se pueden leer sobre el cine nuevo y el cine viejo o el cine de autor y el comercial –a las que se alude desde el falseo del plano secuencia que estructura el metraje. El starsystem es retratado con sombras y zarandeado con vehemencia, siendo la frase de la crítica (también con cierto complejo de celebrity) a uno de los actores la más evidente mención: “Tú no eres un actor, eres una estrella”. Es sólo un ejemplo de los muchos que desliza Iñárritu en su film, en el que también existe un importante golpe a la crítica. En este caso el cineasta focaliza su crítica en el personaje de esa obsesiva analista teatral que espera con ganas la obra de Riggan para destrozarla, aun antes de haberla visto, y la culmina con un epílogo tan hilarante como sonrojante, en el que se evidencia la crítica de la espectacularidad y del adjetivo que reina hoy en día en casi todos los ámbitos comunicativos.

El autor de Amores perros, 21 gramos y Babel se rodea de un reparto excelso (Michael Keaton, Emma Stone, Edward Norton, Naomi Watts, Amy Ryan o Zach Galifianakis, entre otros) para firmar una película que se circunscribe al terreno de la metaficción en forma de comedia. Sin embargo, su Birdman va mucho más allá y pisa fuerte en terrenos pantanosos proporcionando dos horas de cine divertido e incluso festivo que, sin embargo, envuelve un mensaje de aureola triste y nostálgica. Una obra que se adhiere a la memoria de igual forma que la cámara de Iñárritu y Emmanuel Lubezki (luminoso su trabajo como director de fotografía) se abraza a la corriente de pensamiento de su protagonista. Birdman permanece, desde su mágico inicio –que avanza el tono del resto del film– hasta su final –también con cierta magia–, que no hace otra cosa que abrir una nueva incógnita a través de la enigmática sonrisa y los grandes y vidriosos ojos de Emma Stone.


'Luna en Brasil', el arte de perder

Crítica publicada en Esencia Cine


“El arte de perder no es difícil de dominar; hay tantas cosas que parecen predestinadas a perderse que su pérdida no es ningún desastre.”

Estos versos escritos por Elizabeth Bishop en el poema que da título a esta crítica son los que abren y cierran Luna en Brasil. El cineasta Bruno Barreto, acompañado de los guionistas Matthew Chapman y Julie Sayres, se centra en ella en las figuras de la poeta Elizabeth Bishop, ganadora del Pullitzer, entre otros premios, y la arquitecta Lota Macedo Soares, que fue su pareja durante años. 

Como adelantan los versos de la poeta que encierran el film, la película nos habla de la consecución y de la pérdida del amor. Con la fórmula del outsider Barreto se sitúa en el viaje a tierras sudamericanas que realizó Bishop en la mitad del siglo pasado, en el que conoció e intimó con Lota. Luna en Brasil se circunscribe, por tanto, en una corriente de películas que podríamos denominar como la de los “outsiders atormentados” si fuésemos obligados a etiquetarla con dos palabras.


El guión, lineal y cronológico, nos acerca dos personajes que vivieron un amor no demasiado comprendido en su época. Sin embargo, el cineasta brasileño no se conforma con mostrar la relación íntima de estas dos mujeres, sino que a través de ella se adentra en la psicología de sus personajes como individuos. Mediante la unión de un humor natural, que siempre proviene de las situaciones, con la propia narración lineal y con algunos códigos melodramáticos –a veces se da cierto abuso de la lluvia o del empleo de la música– el film acerca una visión interesante del proceso creativo, tanto respecto a la arquitecta y el diseño del parque del Flamenco como sobre todo por parte de la poeta.

El triángulo que protagoniza la película está formado por tres mujeres (Miranda Otto, Glória Pires y Tracy Middendorf) que llenan sus vacíos existenciales con el método de la huida hacia delante. El alcohol, el viaje como escape e incluso la adopción son algunas de las vías que transitan para tratar solucionar sus problemas y conflictos con desiguales resultados. A través de estos conflictos Luna en Brasil acierta a filtrar una suerte de contexto socio-económico-político del Brasil en el que se circunscribe, que resulta interesante a la hora de medir y calibrar los caracteres y las reacciones de unos personajes a los que, quizás, sin esa contextualización, costaría bastante entender. 

Luna en Brasil consigue sortear con habilidad la tentativa del telefilme. No hubiese sido raro que la película hubiese caído en esos signos; el argumento se prestaba a ello y, de hecho, en ciertos momentos sí que se acerca e incluso puede llegar a traspasar esa frontera. No obstante, Bruno Barreto y sus dos guionistas otorgan el protagonismo a sus personajes y evita ese escollo. El resultado es un biopic que, pese a lo plomizos de algunos momentos, aporta una visión interesante y muy apreciable del proceso psicológico, sentimental y creativo de una de las grandes voces de la Literatura del siglo XX.

03 enero 2015

'Frío en julio', venganza con sabor añejo

Crítica publicada en Esencia Cine

No sólo la historia central de Cold in July se sitúa en la América de los años ochenta. También la propia película se circunscribe por momentos a esa época y nos recuerda a alguna de las grandes obras de entonces. Jim Mickle se adscribe a las pautas y el sello del thriller para narrar una venganza que deriva en una cadena violenta de represalias en la que todo es capaz de cambiar de un minuto a otro.

Frío en julio empieza como una historia de venganza clásica: un hombre mata en defensa propia a un ladrón que ha entrado en su casa en Texas y el padre, recién salido de prisión, acude en su venganza. Bajo la capa más superficial, una leve crítica tanto a la seguridad como motor social elemental y, sobre todo, la tenencia y posesión de armas en el hogar; en el lado más tangible, un gusto por la violencia primaria, la que arraiga en los instintos más profundos, que recuerda a algunos grandes títulos de hace tres décadas.

La primera hora de Cold in July es excelsa. Apoyado en el material original –la novela de idéntico título que escribió Joe R. Lansdale en 1989– Jim Mickle consigue una variante cinematográfica que avanza gracias a los elementos propios del thriller, pero que además juega con algunas convenciones del terror, sobre todo en la creación de determinadas atmósferas y situaciones del film.


Sin embargo, a partir del giro central –la aparición “estelar”, al ralentí, acompañada de música, ciertamente coeniana, de Don Johnson– la cinta cae en un continuo de giros alocados y cambios de patrón. Las alianzas oscilan continuamente, van y vienen entre los tres personajes centrales (Sam Shepard, Michael C. Hall y Don Johnson), hallando su punto álgido en la “batalla” con las fuerzas de seguridad estatales. Interesantísima resulta a este respecto una clara alusión a la brutalidad de la policía en sus mecanismos (con una impactante escena en las vías del tren), así como el pivote central que supone el engaño del cuerpo por parte de la autoridad para no poner en peligro una de sus operaciones.

Jim Mickle juega al gato y al ratón, con múltiples gatos y ratones, reposando todo el peso de su historia en el trío de protagonistas. Ninguno de los tres comparece por debajo de las exigencias del film, todos consiguen dar entidad a sus personajes, por otra parte cargados de aristas y dudas (quizás el momento de debilidad más evidente sea el que lleva al personaje de Michael C. Hall a dudar sobre su intervención en la brutal escena sobre la que requiebra la primera venganza entre él y Sam Shepard). 

Cold in July va de más a menos en la narración de ese encadenamiento de venganzas, pero pese a la irregularidad de su segunda mitad consigue generar algo muy importante en el género del thriller: la atmósfera y la tensión. Además, el aspecto técnico y la dirección engrandecen el apartado narrativo con varios usos del ralentí e imágenes destacables –la aparición de Shepard en una estancia oscura en el momento de lucir un relámpago puede ser un buen ejemplo– y, en última instancia, una genial y ecléctica banda sonora.

'Walesa, la esperanza de un pueblo', la tercera parte del retrato

Crítica publicada en Esencia Cine



En una escena de El hombre de hierro (1981), el protagonista narra cómo Lech Walesa saltó la valla de los astilleros de Gdansk durante las jornadas de huelga y dio un discurso que se convertiría en voz de guerra a todos los huelguistas. En su última película, Walesa, la esperanza de un pueblo, Andrzej Wajda retorna a ese momento como punto de partida de la lucha que emprendió el carismático líder contra el Gobierno comunista pro soviético, y que a la postre le valdría el Premio Nobel de la Paz.

Al contrario que en la película de 1977, en este nuevo film la figura de Walesa pasa de circunstancial a predominante. De esta forma, el cineasta polaco completa una trilogía que habría empezado con El hombre de mármol (1977), continuado con la citada El hombre de hierro y concluye, casi cuatro décadas después, con esta obra. No en vano, el subtítulo original del film es El hombre de la esperanza


Wajda vuelve a estructurar su historia mirando hacia el pasado, es decir, la narración se estratifica en varias líneas temporales siempre contadas desde un futuro más o menos cercano. En El hombre de mármol era una mujer que investigaba para realizar una película; en El hombre de hierro, un periodista afín al comunismo que intentaba desestabilizar las huelgas. En Walesa, la esperanza de un pueblo la historia es contada a través de una entrevista que una periodista italiana le hace al propio Lech Walesa en la que éste revela cómo ocurrieron los hechos, o más bien la versión que él quiere.

El autor de El junco retorna a la Polonia más reciente, y aún con heridas por cerrar, y nos muestra la evolución de la sociedad desde el pasado al presente. Para ello, el director utiliza una fotografía de tonos grises, ciertamente acromática, fruto del trabajo de Pawel Edelman, que oscurece lo que, por otra parte, cae innumerables veces en el tono hagiográfico. Es cierto que Wajda transita varios puntos de la vida de Walesa, pero no lo es menos que deja muchos otros sin tocar, ofreciendo una imagen demasiado ensalzada del líder político polaco, que habla y elige qué decir y qué no mediante las respuestas a la entrevista. La película resulta más interesante cuanto más se aleja de esa vida de santo; sin embargo, no existe un contrapunto fuerte, sino una obra destinada a engrandecer una figura. Ni siquiera los evidentes rasgos de vanidad y engreimiento del protagonista (gran trabajo de Robert Wieckiewicz, por otra parte) logran ensombrecer la evidente pontificación que el film hace de Walesa. 

Walesa, la esperanza de un pueblo añade, por otra parte, imágenes de archivo (que a veces trata de imitar con imágenes ficticias para continuar con la sensación) que aportan el contexto social y revolucionario de los astilleros. Sorprende, en este sentido, la inclusión por parte del cineasta, a sus 88 años, de una más que pertinente música punk polaca para acompañar las imágenes de la lucha obrera contra el sistema burocrático establecido por la URSS. Andrzej Wajda completa su trilogía con esta película sobre el fundador del sindicato Solidaridad. De esta forma, aporta una misma visión, a lo largo de su filmografía, de estos eventos ocurridos en 1980 y del contexto que llevó a Polonia hasta ellos.

02 enero 2015

'Leviatán', las ruinas de la Rusia contemporánea

Crítica publicada en Esencia Cine


Un fantasma recorre Rusia: el retrato y las consecuencias de un nombre, Vladimir Putin. La sombra del presidente de la Federación Rusa permanece latente en cada secuencia de la última película de Andrei Zvyagintsev (Elena, El regreso). El cineasta ofrece un fresco sobre la Rusia actual a través de la situación que atraviesa su protagonista, Kolia, un hombre que trata de sobrevivir a la expropiación de su casa por parte del Gobierno, junto a su mujer y su hijo, fruto de una relación anterior.

Con una puesta en escena totalmente centrada en los personajes (primeros planos, reducción de la profundidad de campo, enfoque selectivo, etc.), el director aísla el protagonismo de la historia en torno a ellos. Son sus piezas centrales, sus baluartes, y sobre sus hombros descarga todo el peso de una narración centrada en la caída en picado de Kolia.

Sin embargo, pese a la importancia de los personajes, el trabajo fotográfico de Mikhail Krichman permite detenerse en las ruinas de una Rusia desolada (el esqueleto de ballena en el que juegan los niños) y los paisajes (mención especial a los bellos amaneceres que filma su cámara y a algunos fenómenos climatológicos que recoge) mientras transcurre la historia central.


La sociedad rusa posterior a la caída de la Unión Soviética aún colea en la actualidad, algo que Zvyaginstev no deja pasar, situando siempre varios polos en su discurso. Son la iglesia y la casta política los estamentos con más atención en el film; tal vez porque sean los más jugosos, rugosos y cargados de aristas en esa Rusia real que retrata Leviatán. Sin embargo, el cineasta no sólo se detiene en estos dos escalones, sino que va más allá mostrando cómo la sociedad rusa es agresiva y ciertamente violenta (casi siempre con el alcohol y la tenencia de armas de por medio).

Leviathan transita varios géneros cinematográficos (thriller, negro, social, político, etc.) siempre desde la mirada elegante y sobria de su director. No sobra ni falta ningún plano, ninguna aclaración, ningún subrayado; todo se enmarca a la perfección dentro de esa ruina que es la Rusia de Putin (que aparece indirectamente, en fotos oficiales, en más de una ocasión). La cinta se adscribe con solidez en los múltiples estilos narrativos que despliega y en todos demuestra un crudo sentido del humor que engrandece la propuesta desde otra perspectiva. 

Zvyaginstev firma una película de contexto muy actual; gélida, dura e incómoda en algunas situaciones. No obstante, consigue alejar cierto maniqueísmo, coloreando a sus personajes en tonos matizados de gris, con la excepción del alcalde, quizás demasiado perfilado para adquirir el rol de villano sin ninguna otra posibilidad abierta. Y en una película de estas características, el final no podía ser nada más que un cierre gélido. Leviatán concluye con unas imágenes reveladoras que demuestran la gran economía narrativa de la propuesta, una secuencia que dice todo sin apenas decir nada y que contribuye a perpetuar ese sabor que ha ido propagando durante todo su metraje.

01 enero 2015

'El séptimo hijo', dragones, cazadores y brujas tránsfugas

Crítica publicada en Esencia Cine


El mundo mágico y fantástico vuelve a resucitar, si es que alguna vez murió, en El séptimo hijo de Sergey Bodrov. Tras la liberación de la Reina Bruja, la Madre Malkin, la guerra entre el bien y el mal vuelve a estar latente en el mundo. La poderosa villana efectúa la llamada a todos sus súbditos para preparar su venganza contra el Maestro Gregory, el caballero que siglos atrás logró capturarla y encerrarla, y que ahora trata de entrenar a su aprendiz para que adquiera todo su conocimiento antes de la batalla que se avecina.

No se puede decir que El séptimo hijo aporte nada demasiado novedoso a un género cada vez más manoseado. Muchas de las situaciones son típicas en este film. La venganza, la traición por el amor de la familia, el outsider que se enamora de alguien del otro lado, hasta el pasado amoroso entre protagonista y antagonista. Todas estas situaciones ya las hemos visto antes, pero Bodrov las vuelve a disponer en su película, que a veces puede pecar de usar “demasiada plantilla”.

El séptimo hijo abusa de lo excesivo; bien es cierto que una película en la que los protagonistas tienen el poder de cambiar de forma, convertirse en dragones, guepardos, monstruos de piedra gigantes, o incluso son dioses de cuatro brazos, se presupone cierto exceso. Sin embargo, hasta teniendo en cuenta esas situaciones, el film de Bodrov resulta completamente pasado de frenada.


Un Jeff Bridges pasadísimo de rosca, y muy alejado de sus mejores trabajos (en este film, por momentos, parece un “dude” de la Edad Media venido a menos), comanda el ejército de salvación. Batallón que se enfrenta a un grupo de villanos muy peculiares. No sabría decir quien firma estas líneas si todo esto que va a contar es fruto de la casualidad, pero se le antoja difícil que no esté premeditado. Allá va. El ejército del mal en El séptimo hijo está compuesto por, a saber, un negro, un asiático, un árabe y tres mujeres, que se enfrentan a dos hombres buenos (y blancos, claro), y un gigante tontorrón, que representan el bien. Por si fuera poco, la puesta en escena de la película ofrece unos espacios habitados por el mal (el castillo de la bruja) con una evidente disposición y decoración arabesca. Que cada cual interprete como desee esta situación, pero llama poderosamente la atención.

Por su parte, Julianne Moore se mete en la piel de una bruja malvada, con mucho resentimiento hacia el Maestro Gregory, quien la encerró y según ella la traicionó, y completa un papel que, pese a estar evidentemente pasado de vueltas, no destaca en exceso por ningún extremo. El séptimo hijo supone por tanto una nueva incursión en el mundo mágico en el que las brujas y los cazadores dominan el mundo y establecen el orden social. Y bajo estas directrices, Bodrov hace caminar a sus personajes hacia un final que recuerda, en cierto modo, al de la saga El señor de los anillos. Sólo que allí la química entre Gandalf y Frodo era muchísimo mayor que la que alcanzan aquí Jeff Bridges y su aprendiz Ben Barnes, más pendiente de sus escarceos con una bruja “tránsfuga” que de su cometido de salvar al mundo.