Crítica publicada en Esencia Cine
En los últimos tiempos, la teleficción ha establecido un nuevo campo de estudio y análisis sociológico en una de las instituciones más contemporáneas: la pareja. Así lo atestiguan dos fantásticas series como You’re the Worst (Stephen Falk, FX, Estados Unidos, 2014-?) y Catastrophe (Sharon Horgan y Rob Delaney, Channel 4, Reino Unido, 2015-?). En la misma línea, como si el cine actual quisiera también ser partícipe –si es que no lo lleva siendo años con, por ejemplo, obras como la trilogía Before de Richard Linklater, tal vez la cumbre del estudio cinematográfico de la pareja en los últimos tiempos–, No es mi tipo se suma al análisis de esta institución cambiante y herméticamente abierta.
Lo que en principio se antojaba como la clásica comedia romántica afrancesada, en la que un profesor de filosofía destinado a una población rural conoce a una peluquera sin estudios, muta poco a poco su piel para atravesar multitud de géneros: musical, drama, romance, comedia o incluso el tan francés amour fou. En el foco del director, en cambio, siempre permanece esta pareja de nueva constitución, con sus idas y venidas, sus anhelos y sus diferencias. Porque tal vez la pareja sea eso: amar, por encima de todo, las discrepancias.
Con esta pareja de caracteres opuestos, la dualidad en la que se enmarca la película está garantizada de principio a fin. La buena química que mantienen los intérpretes, Loïc Corbery y una magnífica y carismática Émilie Dequenne, permite al cineasta establecer sus pugnas a través de las distintas formas de enfrentarse a la vida de estos protagonistas. De esta forma se confrontan la alta cultura y la cultura popular, pero también la razón y la pasión, para, entre otras cosas, ofrecer un panorama sobre las relaciones nada convencional ni complaciente. Ya era hora de que las comedias románticas empezasen a tener un cierto reverso oscuro y más ajustado a la realidad que el “comieron perdices”. Porque, a menudo, cuando llegamos, las perdices están agotadas.
No es mi tipo se aleja de estos estereotipos gracias a un punzante sentido de la realidad. Lucas Belvaux mantiene siempre un pie en el piso, y obliga a sus personajes a que lo tengan. Aquí los sueños no son esos grandilocuentes anhelos de una comedia romántica al uso; aquí los deseos son tan básicos como que la persona que nos empieza a gustar nos entienda y comprenda todos nuestros movimientos. Sin embargo, ni siquiera los sueños sencillos tienen por qué cumplirse, como parece apuntar el final, aunque el cineasta opta por dejar todo abierto y en manos del espectador. La última secuencia, oscura, dubitativa y lúcida, ofrece una clara certeza: por mucho que se estudie el comportamiento de las personas (la filosofía a través de la que todo lo mira el protagonista) es imposible predecirlo. La imprevisibilidad de los actos siempre se impone.
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