El turista pasa media vida disparando fotografías y la otra media viéndolas. Hace unas semanas, Vicente Verdú escribió en su columna habitual del diario El País, una columna titulada La foto que todo lo ve, en la que hablaba de la manía de fotografiar absolutamente todo sin tregua.
La irrupción de la fotografía digital ha eliminado esa barrera antigua que propiciaba el carrete. La película fotográfica permitía 24 o, a lo sumo, 36 disparos, antes de agotarse. El fotógrafo tenía entonces una especie de responsabilidad a la hora de apretar el botón e inmortalizar un momento. Las opciones eran limitadas. Como hemos visto en la última década, las cámaras digitales, los dispositivos de almacenamiento masivo (que incluso se pueden llevar ya en el bolsillo) y la tecnología fotográfica permiten hacer y deshacer al fotógrafo hasta conseguir la toma que desee, sin ningún margen de error.
Escribía Verdú en su columna que gracias a esta práctica simplifica la realidad. Yo me permito el lujo de añadir que, además de simplificarla, lo que hace es convertirla en un objeto de fondo de cajón. Salimos de viaje y llegamos a casa de vuelta con millares de fotografías del Big Ben, la Torre Eiffel o el Empire State. Probablemente, muchos de los turistas no vuelvan a ver sus fotografías nunca más, después de los típicos retoques de Photoshop y la subida masiva a redes sociales. Si acaso, una o dos veces en las que la nostalgia por determinada ciudad, o momento vivido allí, nos apriete y decidamos recrearlo a partir de alguna imagen. De esta forma, la realidad se convierte en un objeto de fondo de cajón en nuestras fotografías.
"De este modo tratamos de eternizar nuestra vida al precio de poseerla simplificada en un almacén virtual", dice el filósofo. Sustituímos el placer de ver con los ojos por el la necesidad de poseer para siempre el instante. Personalmente, creo, y espero que así sea, que las dos posibilidades sean compaginables. Es lo que me gusta hacer a mí. Veo, disfruto, me detengo un rato a percibir la realidad, antes, o después, de que mi alma de fotógrafo frustrado se lance a inmortalizarla.
La realidad de las ciudades cambia en el momento en el que dejamos de percibirla íntegramente con los ojos y empezamos a hacerlo, parcial o totalmente, a través de una pantalla. Las imágenes se convierten en encuadres, la fotografía se devalúa como disciplina y los monumentos, parques o recovecos de las ciudades pasan a ser un ejército de fotografías exactamente iguales que se alinean en el cajón de un disco duro, exactamente iguales a las que tendrá el vecino cuando viaje a la misma ciudad.
Mientras tanto la realidad sigue ahí, esperando a que la descubramos e, incluso, a que la inmortalicemos, con o sin una cámara. Y merece la pena hacerlo.
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