Buenos y malos. En la vida, como en las historias, siempre se tiende a categorizar todo en bueno o malo. España –y quién sabe si no la humanidad- no tiene punto medio.
La última novela de Fernando Aramburu, Años lentos, descategoriza por completo a sus personajes y, por tanto, esta afirmación. La historia sitúa a una familia en el País Vasco de los sesenta, los años del origen de ETA. Son muchos los personajes que desfilan por las páginas del autor, y el desarrollo, que nos lleva a categorizarlos y deshacer nuestra opinión constantemente, no permite al final determinar buenos y malos.
Está la niña puta que se tira a todo lo que se mueve, para deshonra de la familia (hay que tener en cuenta que hablamos de los sesenta); la madre que antepone un hijo frente a otro, el padre pasota que soluciona –u olvida- todo en el bar (muy española la actitud), y el cura cabrón y nacionalista que come el coco a los chavales para inculcarles el patriotismo vasco y, por último, el chico, que poco a poco se abraza a ETA.
La historia les dará a todos un vuelco; ninguno llega al final de la historia en la misma situación que la comenzó. Nadie es bueno, ni malo. Y todos, en algún momento, lo son: tanto las personas ideales como los soberbios hijos de la ira –por no decir nada peorsonante.
La vida es igual. Aramburu nos enseña que no existen buenos y malos para todo. Cada cual tiene unos motivos que lo explican todo. La famosa frase de Ortega y Gasset “Yo soy yo y mis circunstancias”. Y así es. Nuestros motivos, por agrios, toscos e ilegítimos que puedan ser, no tienen por qué convertirnos sólo en buenos y malos. Es todo mucho más complejo que una simple etiqueta.
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