06 noviembre 2015

'Isla bonita', de piedra y arena fina

Crítica publicada en Esencia Cine


Existen dos imágenes en Isla bonita que podrían servir por sí mismas como una explicación del estilo y el argumento del último film de Fernando Colomo. La primera no es otra que la secuencia que abre la película, en la que Olivia Delcán (fantástica a lo largo de toda la obra) y Tim Betterman aparecen completamente desnudos en la playa y se adentran en el agua cristalina. La segunda llega con al menos la mitad del metraje consumido y muestra otra vez a Olivia Delcán, esta vez adentrándose, en un poderoso contraluz, en una cueva rocosa junto al propio Fernando Colomo. La nueva cinta del director español es así: un acercamiento desnudo a las profundidades de las relaciones humanas, una aproximación carnal a esa cueva llena de pliegues oscuros que es la telaraña de intercambios humanos. 

Cargada de naturalidad, la película del cineasta se apoya en el constante diálogo que mantienen sus personajes. Una conversación que atraviesa la obra de principio a fin y que impregna las imágenes del director en todas sus formas. Si hay un cierto abuso del plano y el contraplano, que puede parecerlo por momentos, este queda contrarrestado por la brillantez de las palabras y la fluidez del vaivén de mensajes. Colomo viste su propuesta con diálogos y aires de verano rohmeriano y consigue así que su Menorca se convierta en un paraje idílico para ese estudio naturista de interrelaciones humanas de todo tipo.


No escatima el cineasta a la hora de abordar diferentes perspectivas. Tienen lugar en Isla bonita intercambios intelectuales entre jóvenes y mayores, o entre ambas, pero también entre mujer, hombre y parejas del mismo sexo. No hay ninguna posibilidad que Colomo deje escapar a la hora de establecer un mapa del uso expresivo. La imprevisibilidad de los comportamientos y las consecuencias de los mismos se convierten así en el motor de cambio que activa el film, que termina convirtiéndose en una especie de extensión de la propia vida. 

Una vida que se confunde con la ficción de forma constante en ese juego que establecen tanto el director como los dos guionistas que le acompañan en la escritura, la propia Olivia Delcán y el también protagonista en la película Miguel Ángel Furones. En este sentido no es casual, ni mucho menos, que el personaje al que da vida el propio Fernando Colomo sea un director de anuncios publicitarios que trata de filmar un documental sobre la isla (algo a lo que parece acercarse levemente y por momentos la propia cinta). La disolución de la barrera entre la realidad y la ficción es constante en Isla bonita, que juega de manera evidente con el artificio y la naturalidad que se reúnen en los fotogramas de la misma.

La fluidez continua de ideas y un guión ágil en el que los personajes terminan por enredarse por sí solos hacen el resto. Además de un puntilloso humor de respuesta ligera y eficaz al que abraza cierta mala baba en el momento de establecer analogías “inocentes”, ya sea con la realidad o con los propios trabajos anteriores del director, que acaban por representar un papel importante en el diálogo que establece su personaje con esta última obra. Isla bonita es a la vez una cueva que lleva al precipicio y una cala de arena fina; una carnal disputa de pareja y un desnudo cálido en el que las pequeñas piedras se clavan en la piel de forma placentera.

'Dheepan', de la guerra a la batalla

Crítica publicada en Esencia Cine


De Sri Lanka a Francia, de la matanza a la banlieue; así es el viaje que, forzado por la situación de su país, se ve obligado a realizar Dheepan, protagonista del último film de Jacques Audiard. Para tratar de conseguir establecerse como refugiado político en el país del gallo se hace pasar por el marido de otra exiliada y acogen a una niña de nueve años, a la que se llevan a Francia como si fuese su hija legítima. 

Audiard propone un nuevo acercamiento a la inmigración en la tierra francesa. Sin embargo, esta vez el origen es distinto. El prólogo de Dheepan muestra este comienzo sin ambages ni edulcorantes. Con toda la crudeza puesta en pantalla, el cineasta da la posibilidad al espectador de empatizar (o no) con su protagonista desde la primera secuencia. El tratamiento del carácter, en este sentido, es una herramienta primordial para lograr el entendimiento entre los tres personajes centrales, agrupados en torno a una representación forzada de la familia. De esta forma, con la nueva vida en el supuesto paraíso, asistimos a otra de tantas historias de superación, inmigración y desconfianza en tierra hostil.


En el terreno de lo narrativo, Audiard aporta su acercamiento a un conflicto escasamente explorado: la guerra civil entre el ejército de Sri Lanza y los Tigres Tamiles. Sin embargo, en lo referente al ámbito formal, la propuesta no dista demasiado de otras películas sobre la inmigración y sus problemas. A menudo da la sensación de que mientras vemos Dheepan estamos ante algo que hemos visto en otras ocasiones. Las únicas muestras de cierto sello las ofrece el cineasta –con cuentagotas– en algunas decisiones de puesta en escena (los planos en los que el fondo negro es roto con las luces de colores o el lustroso plano secuencia previo al epílogo, en el que solo se filman las manos del protagonista) y en un uso interesante del punto de vista en el momento en el que la niña acude a clase por primera vez. 

Con estas piezas dispuestas, poco a poco la angustia de los protagonistas ante un mundo que no consiguen entender pese a perseguirlo se adueña de la cinta. La representación del nuevo barrio como una extensión de vidas pasadas se agota pronto y se convierte en otra película francesa salpicada por jóvenes violentos y cargados de odio. Por su parte, el autor salpica el film de cierto exceso estético (ralentíes, música, iluminación) y de un ligero gusto por la sobresaturación de color, que parece querer emparentar de alguna forma lejana con sendos ritos del último Nicolas Winding Refn (Drive, Sólo Dios perdona). De esta forma, Dheepan camina sobre la fina línea que separa la sugerencia de la obviedad, el grito del susurro, el golpe de la caricia o la guerra de la batalla; hasta llegar a una edulcorada posdata final que no se llega a comprender si no es por algún tipo de juego o manipulación sobre (o desde) la mente de los personajes.

'Él me llamó Malala', la persona detrás del ídolo

Crítica publicada en Esencia Cine


Persiste en Él me llamó Malala una cierta voluntad de no quedarse en la anécdota y que el bisturí seccione la capa superficial de piel que permita llegar a la profundidad suficiente para conocer a la persona que hay detrás del personaje público. Y quién vive en esa condición es, en definitiva, una niña. Una adolescente que, entre compromisos con la ONU, la Casa Blanca, una escuela de niñas en Nigeria o el mismísimo Premio Nobel de la Paz, tiene las preocupaciones propias de una joven de su edad. Y quizás esa sea la enseñanza mayor que podamos extraer del documental con el que Davis Guggenheim se acerca a la figura de Malala Yousafzai, la joven pakistaní herida por los talibanes en 2012 tras manifestarse en favor de la educación igualitaria. 

A la hora de sumergirse en el hogar residencial en Birmingham sorprende la entereza de la familia. Evidentemente, la adaptación a la nueva rutina no es fácil. Nunca lo es para nadie, pero si además de todo, la desgracia te ha convertido en estandarte de la lucha por la libertad y la igualdad para las mujeres que viven tras la sombra dominante y violenta de los hombres en muchas partes del mundo, aún es más difícil. Sin embargo, Malala asombra desde su naturalidad. Su existencia (y por extensión esta obra que la documenta) es un alegato por la educación igualitaria para las niñas y las mujeres. Pero en cambio, lejos de darse ínfulas de grandeza, tanto la familia como la propia Malala utilizan ese extraño poder para dar voz a los que no la tienen en un movimiento de admirable calado.


El director Guggenheim coloca su cámara en el salón de los Yousafzai para, desde ahí, viajar al exterior a través de las confesiones de sus miembros. Tanto los hermanos de Malala, como la madre y el padre, visiblemente orgulloso de su hija en cada intervención, dibujan el retrato de una chica normal en el cuerpo de una heroína mundial e involuntaria. Porque, a pesar de todo, Malala no es otra cosa que eso, una chica de 17 años que se pelea con sus hermanos pequeños, que admira fotos de jugadores de rugby en el ordenador, que bromea constantemente con el entrevistador o que adora a Brad Pitt. Como podría ser cualquier otra joven de su edad. El relato se funde aquí –mediante una narración algo irregular y atropellada– con las imágenes de archivo y con una suerte de reconstrucción o fantasía mediante dibujos muy estilizados, que aparecen cuando se habla del pasado, y que juegan con la significación del nombre de la protagonista. Malala se llama así en honor a la leyenda de una joven que condujo al pueblo paquistaní hacia la victoria frente a los ingleses antes de ser asesinada por los propios paquistaníes al pedir igualdad para mujeres y hombres. Así de caprichosa es a veces la vida. Tanto que parece que algunos tienen su destino escrito desde que nacen. 

Un destino nefasto que Guggenheim parece no querer acaparar en su film, con el fin de centrarse en la figura de la joven Malala y su vocación tras el atentado. Los hechos históricos son los que son, parece querer decir, y para quien quiera profundizar en las imágenes de los mismos y sus consecuencias ya existen las imágenes de archivo de aquellos días. Por su parte, en el documental aparecen solo de forma tangencial para contextualizar la historia de Malala y su pensamiento actual. A pesar de todo, la joven no duda que, pese a la amenaza que se lanza sobre su figura desde Pakistán, quiere volver al menos una vez a su tierra natal. Mientras, Él me llamó Malala muestra una historia de madurez, coraje y superación ante la sinrazón y la incoherencia que gobierna el mundo desde hace años. Una locura fruto del fanatismo religioso a la que ella, en cambio, no duda en perdonar y tender la mano. Para no renunciar a sus valores. Los valores de una mujer convertida en ídolo involuntario.

03 noviembre 2015

Dirty America

Pieza publicada en Neupic

'Tangerine' y 'Bare'; aproximación cinematográfica al realismo sucio


Pocos cronistas han sabido captar mejor la esencia de la América sucia como los escritores John Fante y Charles Bukowski. Maestro y discípulo, respectivamente, sus narrativas se centraron en esa Norteamérica alejada de la norma, del producto de marketing y del sueño americano. Sus palabras se adscriben en la...

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30 octubre 2015

'3 corazones', la flaqueza de los enamorados

Crítica publicada en Esencia Cine


Cuando termina el bellísimo epílogo de 3 corazones, en el que Benoît Jacquot juega al “¿y si todo hubiera ido bien?”, comprende el espectador que el desenlace de lo que acaba de ver no podía haber sido otro que el que ha visto. Desde los primeros compases del film, en los que el propio cineasta y sus actores, Charlotte Gainsbourg y Benoît Poelvoorde, rinden homenaje a la trilogía Before de Linklater con un encuentro inesperado, conversaciones alargadas y planos frontales de seguimiento sin cortes, hay algo en la imagen que hace intuir un desenlace trágico. Quizás sea la oscuridad que gobierna la propia fotografía de la película de forma constante, tal vez la tristeza que desprenden los ojos de Gainsbourg (una de las actrices que mejor aguantan el primer plano), que expresan flaqueza, derrota o una cierta infelicidad. Lo cierto es que, sea lo que sea, la tragedia se deja ver desde los primeros minutos de la obra.

Y efectivamente, llega. La inesperada pareja se cita para volver a verse en la ciudad, pero un problema impide llegar a Marc al encuentro y Sylvie se pierde para siempre en la bruma del “qué hubiese podido pasar”. Hasta que, tiempo más tarde, ya con su nueva mujer (Chiara Mastroianni), Marc descubra que ambas son hermanas. A partir de entonces, los movimientos bruscos y desacompasados de la cámara, muy inteligentes, y la doliente música de Bruno Coulais se alinean con el nervio, la inquietud y el presagio que impera en cada uno de los personajes. Lo que hasta entonces para Marc y Sophie era un matrimonio feliz pasa a ser un triángulo en el que es costoso encontrar una salida; algo que, por el contrario y respecto al artefacto fílmico, el director consigue con notable coherencia en el inevitable giro final con el que se cierra el círculo.


El cineasta conduce el avance de la historia cambiando de ritmo a su antojo. Ya sea con encadenados temporales rápidos o dilatando los encuentros, Jacquot se apodera por completo del dispositivo para utilizarlo, malearlo y disponerlo en favor de su historia, que gana enteros con cada gesto. Entre tanto, las decisiones de puesta en escena del cineasta dejan entrever una firma pendiente de todo lo que les ocurre a sus personajes, esbozados con gran mimo, como demuestran la representación de la obsesión mediante planos de punto de vista, la filmación del primer encuentro a tres con un cierto halo de penumbra fantasmal (incluso Deneuve exclama: “Parece que habéis visto un fantasma”) o la escena en la que Sylvie acude a buscar a Marc a la oficina y este la mira marcharse a través de un cristal opaco, cada vez más difuminada.

La mano del cineasta en 3 corazones es delicada en la composición de la historia y salvaje en las consecuencias de la misma. Uno podría mirar durante horas el proceso de enamoramiento de esos personajes maduros, aun consciente de que el final no puede ser sino trágico. Así lo atestigua un desarrollo de guión que entrelaza la insensatez propia del enamoramiento/encaprichamiento con la madurez en la toma de otras decisiones, más ajustada a la edad que transitan los personajes. Benoît Jacquot firma un thriller romántico con el que mantendrá en vilo a cualquiera que se acerque a la pantalla. Una narración de bruscos movimientos que vuelve a incidir en la sinrazón del enamoramiento como retrato de una obsesión, como una apuesta ciega en la que una frágil intuición del corazón a veces vence por knock out a la perenne razón de la mente.

'Truman', la muerte amiga

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Conviven en Truman una mezcla de sobriedad, ternura y confortabilidad que pueden interpretarse o leerse como una suerte de barrera emocional ante un tema tan delicado como el que muestra Cesc Gay en su film. Sin embargo, lejos de distanciarse, el cineasta ofrece el lado más íntimo de una montaña tan agreste y rocosa como la de la propia muerte. Y lo hace a través del retrato de una amistad, una relación que se termina por el peso de las circunstancias, la interpretada por la brillante pareja formada por Javier Cámara y Ricardo Darín.

En los dos personajes centrales, a los que se une una solvente Dolores Fonzi, se fundamenta todo el éxito (o no) de la propuesta. Truman es una película de guión, que centra su foco en la historia y penetra en la memoria del espectador a través de la composición de sus personajes centrales. No hay en la dirección demasiados alardes, sino todo lo contrario, una puesta en escena sobria, casi invisible (en algún momento puede que, incluso, algo plana), que solo se hace notar en el inteligente movimiento de clímax con el que, por fin, el director consigue que dos de sus personajes se quiebren por completo ante la inminente pérdida en el momento de mayor intimidad compartida. A veces necesitamos el contacto, aunque sea a base de golpetazos, para sentir que estamos vivos, para romper la barrera del dolor que nos lo asegura.


La amistad vertebra, por lo tanto, el film de principio a fin. Truman es una historia de amigos que se despiden: la pareja central, el enfermo personaje interpretado Darín y su perro, que da nombre a la película, la prima y el propio personaje del argentino, etc. Todo son despedidas en el film de Cesc Gay, a pesar de que una y otra vez los personajes clamen en contra de las mismas. Quizás porque no hay peor despedida que la que se evita, tal vez porque nos persigue cada mañana desde la partida. 

El nuevo trabajo de Gay pone en pantalla un tema espinoso, delicado, cargado de derivaciones temáticas aún más crudas (eutanasia, muerte asistida, etc.), que aparecen en las conversaciones de sus protagonistas. Sin embargo, no hay en ella ni un ápice de tristeza impostada, de lágrima fácil, y quizás por eso la película consigue doler más en sus momentos más duros. Pese a lo atropellado de su tramo final, con una resolución algo forzada, como el destino final del propio Truman, la cinta de Gay es un acercamiento sigiloso, lleno de tacto, aunque algo edulcorado por momentos, a la pérdida y el dolor. Y al duelo posterior, que ya no vemos, de sus personajes. Al último abrazo, el que precede al de la propia muerte.