Yo, que aún dicen que soy muy joven, he llegado tarde a la época dorada de las librerías. He llegado tarde, sí, perdí el tren, y en cierto modo me arrepiento (si es que se puede arrepentir alguien de algo que nunca estuvo en su mano) de ello. “Ya no existen librerías de verdad”, oigo a menudo a compañeros y amigos, “de esas en las que entrabas sin tener ni idea de qué buscabas y el librero te aconsejaba”, continúa la perorata. “Ni siquiera existen libreros”, suele continuar, “ya sólo son peones, comerciales que se limitan a vender, cobrar, dar la vuelta, sonreír…”.
La verdad, no sé si esto es así realmente o no, pero intuyo que no estoy de acuerdo. En cualquier persona puedes encontrar un librero, en un empleado de la FNAC o El Corte Inglés también, por supuesto. Pero es verdad que a menudo sentimos nostalgia (incluso yo, que, como digo, he llegado tarde) de la época dorada de las librerías, esa que parece tan lejana a veces.
“¿Y qué más da una librería de toda la vida que un TopBooks para comprar un libro?” Efectivamente, da igual, pero es un sí y un no. Si sólo quieres comprar un libro rápidamente (y da la casualidad que en VIPS lo tienen), pues adelante. Servicio completado. La librería de estos establecimientos, indudablemente, hace una función y para muchas personas cumple perfectamente con ella.
Pero, ¿y si tenemos otras pretensiones?
A menudo me gusta perderme entre los estantes o las mesas de las librerías. Muchas de esas veces ni siquiera tengo intención de comprar nada (cómo salga de allí ya es otra cosa), pero el simple hecho de pasear, de pasar los dedos por el lomo de una historia que nunca voy a tener en mis manos, de detenerme a leer una contraportada o cualquier cosa que se os ocurra, son cosas distintas a comprar. Tal vez todo eso es más difícil sin librerías de las que se suelen llamar “de las de antes”. Por eso creo que La Central (da igual si las de Barcelona o las de Madrid) tiene éxito entre los librófilos: porque recupera un poco esa nostalgia por los libros, a pesar de ser otra cadena de venta más, si lo miras con “los otros” ojos.
Yo, que soy joven según dicen, me considero un librófilo, o librófago en ocasiones (hasta el papel puede tener buen sabor en tiempos de crisis). Me resulta imposible acudir a una librería y no comprar algo. La librería, como ente, tiene un efecto sobre mi raciocinio que todavía hoy no he sabido descifrar. Y también a veces compro libros en establecimientos como FNAC y otros similares, claro, por qué no (no es mi intención denostarlos, ni mucho menos). De hecho, las secciones de bolsillo y cómic de la FNAC de Callao me parecen maravillosas por igual. Sin embargo, es cierto que cuando compro (o simplemente acudo y miro, ojeo, compruebo si me sigue interesando lo mismo que la última vez) en una librería pequeña, de esas con sabor añejo, siento una felicidad distinta; quizás sea la calidez que surge al eliminar el concepto de “gran almacén”. Por no hablar de si el librero te aconseja o te recomienda según lo que andes ojeando, y cogiendo y volviendo a dejar sobre la mesa. Eso cada vez ocurre menos. Y es una pena, porque, gente como yo, joven según dicen, y amante confeso de los libros, seguimos buscando ese empujón. Seguimos adorando esas conversaciones, cada vez menos frecuentes, y buscando ese contacto, un roce que a veces nos enseña algo que no conocíamos y que nos hace disfrutar como niños. Seguimos necesitando, en definitiva, librerías y libreros, aunque cada vez podamos ser menos, como dicen los mismos que nos llaman jóvenes.
En ocasiones me acerco a una librería histórica que hay en la calle Fuencarral de Madrid (desconozco el nombre) y sólo miro, observo (a veces desde fuera: es escasa y con dos personas ya está llena) cómo el librero charla con la gente que le pregunta, intercambia opiniones o se deja llevar por su, intuyo, buen criterio. Rara vez he entrado porque, lo reconozco, el tema histórico no es mi punto fuerte y lo prefiero aprender por otras vías. Sí entro, cada vez que puedo, en la librería del Círculo de Bellas Artes, Antonio Machado, y me puedo perder horas entre las mesas. Es una de las librerías de las que nunca salgo con las manos vacías: su disposición, su atractivo, el sotanillo en el que puedes deambular como un fantasma o incluso los consejos de los lectores que deambulan por allí o del propio librero moldean mi inconsciente para que acabe por llevarme siempre algo.
"El sotanillo [de la librería Antonio Machado] en el que puedes deambular como un fantasma..." |
Desde hace un tiempo, cuando camino por el centro de Madrid, sobre todo por el barrio de Malasaña, me doy cuenta de que muchas librerías se están reinventando con ideas distintas de seguir vendiendo libros y dando un servicio cada vez más escaso. Cada vez son más las librerías-café que abren (el término librería-café se hace extensible a librería-bar, como en el caso de Tipos infames) en la capital y que se empeñan en ofrecer un servicio que se acerque al de las librerías de antaño, sin dejar de reinventarse en cada uno de sus cambios. No me negaréis que es una idea brillante; pocos placeres más satisfactorios que un libro y un café. Otras librerías optan por especializarse en géneros concretos (el caso de Tres rosas amarillas, dedicada íntegramente al cuento) o en corrientes más particulares (la Italiana, Estudio en escarlata, El dinosaurio o la cinéfila Ocho y Medio). Son sólo algunas formas que se han adoptado para no dejar morir las librerías. Al fin y al cabo, los dos elementos fundamentales de una librería nunca han dejado de ser el librero y el catálogo que ofrece. Y el primero tiene que controlar a la perfección el segundo para ofrecer al lector (me gusta más la palabra lector que cliente) lo que necesita o anda buscando.
Soy un entusiasta de los libros y, por ende, de las librerías. Y me he perdido la oportunidad de conocer muchas de esas que hoy se llaman “clásicas” o “las antiguas”. Me hubiese encantado visitar Marks & Co, aquella librería londinense que protagoniza la novela 84, Charing Cross Road, situada en la calle que da título a la obra. Nunca he acudido a Shakespeare & Co, ni a París, pero espero solucionarlo pronto, aunque ya no sea posible conocer a Sylvia Beach. Tiempo atrás también me enamoré de una librería que encontré justo enfrente de A Brasileira, el café que frecuentaba Fernando Pessoa en la decadente Lisboa. En otras ocasiones me he perdido mientras frecuentaba librerías. En Oxford, acudí a una que tenía varios pisos y llegó un momento en el que no sabía dónde estaba la salida. Fantaseé con quedarme para siempre allí (tampoco era mal plan, la temperatura era agradable, no me iba a aburrir entre tanto libro e incluso por fin perfeccionaría mi inglés). Fantaseé de igual manera que lo hice en algunas librerías de Edimburgo, tanto que tuve que escribir sobre ellas algunas pinceladas en una historia que se desarrolla en aquella ciudad.
El último libro de Jorge Carrión es un canto a las librerías (con idéntico nombre). Debo confesar que, entre unas cosas y otras, y pese a comprarlo en los primeros días en los que se vendía, aún no lo he leído. Sin embargo, puede ser un ejemplo de que las librerías siguen siendo absolutamente necesarias, y siempre lo serán desde el momento en el que una sola persona necesite comprar un libro, que alguien le recomiende una historia o simplemente perderse entre todos los volúmenes para escapar un rato de su día a día.
Hagan lo que quieran, por supuesto, pero, si pueden y si les gustan los libros (que si han llegado hasta aquí entiendo que sí), no dejen de pasar por las librerías. Aunque después también compren en los grandes almacenes o utilicen alternativas como Amazon, que son, por supuesto, tan válidas, funcionales y eficaces como pueda serlo cualquier otra. No dejen que se extingan, ni ellas ni tampoco los libreros, esos que, los que dicen que soy joven, también dicen que son “los de verdad” o “los antiguos”, como si fuese una especie en vías de extinción. No dejen que se vayan, que nos sigan recomendando libros en persona algunas veces.
Feliz día de las librerías.