20 noviembre 2009

Una historia Amaravillosa

Antes de empezar a leer conviene que sepas que este reportaje responde a una práctica de clase sobre estilos, estructuras y tonos del reportaje. Por lo tanto, existen algunos datos que no son verídicos. Gracias.
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Sonsoles levanta como cada mañana para emprender otra jornada más en su vida. Como cada mañana lo primero que ve en su mesita de noche es una fotografía de aspecto antiguo. De esas que consiguen que cualquier persona a la que le interese un poco el tema se queden pasmados mirando al papel. En ella aparece una mujer joven bastante guapa y sonriente, cogida del brazo de un apuesto militar vestido de uniforme. Mira la fotografía unos instantes y después me ofrece un café.

El día ha amanecido un tanto grisáceo, y desde nuestra posición, en un sofá con tapicería verde, en un salón iluminado apenas por una lamparilla de mesa, podemos incluso escuchar el repicar de las gotas de lluvia en la ventana. Los días en el barrio de Amara, en el corazón de San Sebastián son así en muchas ocasiones. “Los que vivimos aquí ya estamos acostumbrados a la lluvia”, nos cuenta Sonsoles mientras sirve dos tazas de café.

Hace años que vino a vivir aquí. Tras casarse con su marido, el militar de la foto. Poco tiempo después tuvo que tomar una decisión muy difícil. Su marido fue asesinado por un miembro de ETA, y ella tuvo que decidir si quedarse en aquella casa, ella sola, o cambiar de barrio. Decidió quedarse allí, según nos cuenta, porque ese era el que sentía su barrio, sus vecinos y los recuerdos de su vida.

Otra cosa también la hizo quedarse allí. Una vecina estaba enferma y no tenía nadie que la cuidase. Sólo ella. Un día como hoy, aquella mujer, Esperanza, murió a la edad de 87 años. Para Sonsoles aquello supuso un golpe muy duro, ya que tenían muchas cosas en común aquellas dos mujeres, y la convivencia que tuvieron les enseñó muchas cosas que no habían tenido la oportunidad de aprender antes.

Sonsoles recuerda con cariño aquel tiempo que pasó cuidando de Esperanza. Al hablar de aquella vieja de 87 años, una sonrisa se le dibuja en la cara, al recordar la alegría que a veces desprendía, incluso en la difícil situación que estaba sobrellevando.

Esperanza, hija de un militar, vivía en San Sebastián desde que se casó con su marido, un militar también, natural de Burgos, que fue destinado a San Sebastián. Su marido, Daniel, luchó en el bando franquista durante la guerra civil en importantes batallas de la contienda. “Tenía sus medallas de guerra guardadas en una caja de zapatos en un cajón de debajo de su cama. Siempre que hablaba con alguien mostraba todas las medallas orgullosa”, explica Sonsoles.

Esperanza vino a vivir a San Sebastián, donde residió al lado de un cuartel de la guardia civil, y tuvo sus dos hijos: Altamira y José Ignacio, que crecieron junto a ella y a su padre en el barrio de Amara.

Pero hay un importante dato o hecho, que hace que esta historia aún sea más literaria. Un simple apellido. El marido de Esperanza, el militar de Burgos, al que Sonsoles nos enseña en una foto de un álbum que guardaba Esperanza en su casa, y que ella se quedó cuando ella falleció. En la foto aparece el militar en un grupo de otros tres soldados. “De izquierda a derecha: José Miguel Campos García, Lorenzo Aparicio Garrido, Daniel De Juana Rubio y Antonio Llobregat Celso”. El pie de foto de aquella imagen. Daniel De Juana. Y sí, Esperanza completaba aquel apellido tal como lo conocemos ahora. Esperanza Chaos. Su hijo, José Ignacio, creció y se hizo militante activista de la banda terrorista ETA, algo que Sonsoles, a quien la banda le había arrebatado cruelmente a su marido, no conoció hasta que había pasado mucho tiempo al lado de Esperanza, a quien no le gustaba, como es lógico, airear aquella situación familiar. Fue gracias aquella misma foto que le enseñó Esperanza de su marido, en la que vio el apellido, como se percató de aquello.

Esperanza Chaos Lloret esperaba la extradición de su hijo, José Ignacio De Juana Chaos, a España. Y Sonsoles, víctima de la banda terrorista, lo entendía. “Al fin y al cabo, un hijo siempre es un hijo”. Por supuesto, eso no hizo cambiar la situación de estas dos mujeres. Sonsoles seguía acudiendo cada mañana a ver a Esperanza en su vecina vivienda, y Esperanza continuaba agradeciéndoselo con aquella alegría de la que hablaba antes Sonsoles. “¿Qué culpa tenía aquella mujer de que su hijo hubiese hecho lo que había hecho?”, nos dice Sonsoles, para justificar su temple y sus actos.

“Las víctimas de la ETA somos todos, y ella también lo era. Perder un hijo de esa manera también tiene que ser duro. No sólo los familiares de las víctimas son afectadas, también la familia de los miembros de ETA lo sufren de primera mano. Ninguna madre espera que su hijo mate a veinticinco personas. Es duro”. La frialdad con la que habla Sonsoles es escalofriante y pone la piel de gallina. Muchas veces lo que falta es comprensión y empatía. Esta historia es literaria, preciosa. Aún, a día de hoy, un año después de la muerte de Esperanza Chaos, Sonsoles tiene la llave de aquella vivienda, la simbólica llave de los recuerdos y de una bonita amistad entre dos mujeres, a las que la misma situación les resquebrajó un poco sus vidas, aunque de evidente distinta manera.

15 de noviembre de 2009

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