Un disparo. Dos disparos. Hasta tres disparos se pierden entre la niebla del pequeño pueblo de Southcliffe. El ruido de las gaviotas huyendo ante el estruendo da paso a un silencio opaco y angustioso sólo roto por la voz quebrada de un periodista, David Whitehead, que comienza a hablar en la tele.
“Provengo de este sitio. Una tranquila y pequeña ciudad comercial inglesa. La gente no comete masacres en una ciudad como esta. Una comunidad unida que respeta las leyes. Almas sin complicaciones... buena gente.”
Así comienza la última ficción británica que ha generado polémica. De título Southcliffe, como el propio pueblo. Southcliffe porque, de hecho, es el pueblo lo que importa. La comunidad.
Ya desde el minuto uno de la serie (compuesta por cuatro capítulos de 45 a 50 minutos) sabemos quién es el autor de la matanza que acaba de suceder en el pueblo en el que no podían pasar esas cosas. Stephen Morton, un atormentado ex militar que cuida de su madre, enferma terminal, y que carga sobre su espalda la desconfianza y el vacío al que le someten los vecinos de su propio pueblo.
Stephen Morton, un hombre aparentemente normal que un buen día, tras ser humillado por otro “veterano” y su tío de aspecto macarra (recuerdo haber visto a este actor, Geoff Bell, haciendo el papel de un hooligan del Milwall, creo, en Green Street Hooligans) se lanza a la calle con una escopeta y decide matar a todo aquel que se cruce en su camino antes de suicidarse (aparentemente) durante su huida de la policía.
La investigación en Southcliffe es nula. No existe. Ya sabemos quién lo ha hecho, no necesitamos llevar a cabo los pasos necesarios para dar con él. Ni siquiera necesitamos conocerle. Nada de eso es lo que articula la serie. Si apuramos, ni el asesino es el auténtico centro de la trama. Quizás sea esa la premisa que convierte a Southcliffe en la revelación que ha sido y sigue siendo: centrar los esfuerzos narrativos en las consecuencias –si acaso, por momentos, en las causas– de la matanza que ha tenido lugar en el pueblo.
Porque si de algo habla Southcliffe no es de asesinatos, ni de matanzas, ni de la propia muerte; la serie narra, y de qué manera, el dolor, la pérdida y la ausencia que sufre la comunidad. Porque en esta serie el dolor no es de una familia (como en el caso de Broadchurch), sino que vemos, incluso llegamos a experimentar en nuestra piel, el dolor que sufre toda la comunidad. Todos los vecinos son salpicados de alguna manera por la tragedia y lo que hacemos es asimilar su desgarro, experimentar su angustia y su tristeza, empaparnos del vacío de su ausencia. Porque todo en esta serie es comunitario. Tal vez incluso la responsabilidad, como sugieren en una escena el periodista David Whitehead y mi socio Jorge en su análisis en OchoQuince.
La serie es tan demoledora como nunca antes lo había sido otra. Lejos queda la idea de que la televisión es un lugar para evadirse del mundo exterior. Nada de eso. En Southcliffe ocurre exactamente lo contrario. Desde el minuto uno del piloto pasamos a formar parte de la comunidad y vivimos en nuestras propias carnes lo que experimentan esos vecinos desolados (mención especial, especialísima, al personaje de Claire y la interpretación de Shirley Henderson). Cada personaje experimenta y suple la ausencia de una forma distinta –podemos comprobarlo en el capítulo de flashforward en el que vemos el pueblo un año después del suceso–: unos se lían a tiros contra los árboles en un bosque, otros deciden continuar con la vocación o los trabajos de sus propios hijos para tapar su vacío, otros optan por el suicidio…
Southcliffe es la perfecta representación de una herida abierta. De una cicatriz imposible de olvidar –similar a la que descubrimos que el periodista guarda de su infancia en el pueblo-, que perdurará aunque pasen los años, las décadas. Una herida abierta y sangrante que se convertirá en la imagen grabada en la retina de los habitantes del pueblo y del espectador, convertido instantáneamente en uno de ellos.
Si a este planteamiento, tan novedoso como efectivo, le añadimos un tratamiento fotográfico tan lúgubre como exquisito (las imágenes del pueblo despertando entre la niebla tras la tragedia son sublimes), así como un acompañamiento musical y sonoro dignos de Emmy (la escena a la que escolta la voz de Ottis Redding [1x03] es memorable), el resultado es una producción soberbia que, otra vez, volverá a hacernos repetir eso de “malditos británicos, qué bien saben lo que hacen”.
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