Siempre que algo nos decepciona tendemos a refugiarnos en algo que consideramos seguro. Pasa en todos los ámbitos de la vida. Nos acercamos siempre a la chimenea cuando aprieta el frío. Como la vida está llena de fracasos, también lo está de refugios. Pruebas un nuevo bar que no te gusta y pronto vuelves al de toda la vida, ese que sabes que nunca te va a decepcionar; tomas una cerveza nueva que no te convence y en la siguiente ronda pides tu clásica irlandesa negra o esa de la botella verde que te gusta desde siempre. Las artes no son menos.
Para los amantes del Arte, en cualquiera de sus facetas (Cine, Literatura, artes pictóricas, arquitectura...), siempre existen nuevos creadores en los que fijarse. La constante actualización y creación de contenido nos hace estar siempre expuestos a una terrible proliferación de autores, unos buenos y otros no tanto, que descubrimos y con los que a partir de entonces tendemos a convivir de una u otra forma.
Esta saturación muchas veces lleva a la decepción. Lo peor que le puede pasar a tus ganas de leer o ver Cine es encadenar una sucesión de libros o películas que no te terminen de enganchar. Entonces es cuando los clásicos se hacen clásicos. Cuando esos que nunca te fallan reaparecen y te devuelven las ganas y la ilusión por lo que haces.
Tras una serie de películas más flojas te refugias en Woody Allen, ese maestro del Cine que siempre consigue emocionarte y sacarte una sonrisa. Después de leer algunos libros que te han dejado un poco frío, llama a tu timbre el tosco Hemingway, con su Literatura de altos vuelos y con su escritura directa y sublime y vuelves a disfrutar de la Literatura como antes.
Pasa con cualquier cosa, después de un mal día, te refugias en un buen café o en la buena compañía de alguien con quien sabes que vas a pasarlo bien, o te pones una de las series que más te gustan. Son los refugios que vamos habitando. La vida es el tiempo, los sinsabores y las alegrías que transcurren dentro y fuera de los refugios. Incluso con las personas ocurre algo similar. Cuando sufres un desencuentro amoroso e instantáneamente se te viene a la cabeza el chico o la chica de toda la vida, o cuando te peleas con un amigo y automáticamente piensas en tu amigo de siempre. En realidad consiste en un camino de pequeñas infidelidades que cometes sabiendo que al final vas a volver al origen. Eres infiel a Woody Allen, a Hemingway, pero siempre sabes que en el momento clave volverás a ellos como desesperado.
Con las ciudades, en ocasiones, también ocurre. Una persona puede tener una relación de amor-odio con su ciudad. Muchos son los ejemplos: Cortázar y París, Fernando Pessoa y su Lisboa o Dámaso Alonso que dijo que “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres”. Si tengo que decir la verdad, y me he propuesto no mentir a no ser que sea estrictamente necesario, diré que Madrid me causa sentimientos encontrados. La amo a veces, la detesto otras. Fantaseo con mirarla a través de un retrovisor, o desde lo alto de un avión, pero cuando pienso en ella, estoy casi seguro de que no podría irme para siempre. Madrid es mi ciudad, y creo que me gusta porque en ella planeo mis huidas a las ciudades en las que me refugio, como Edimburgo o Lisboa.
Mientras tanto, descubran y aprendan de todo lo que se pueda, viejo, nuevo, da igual, pero sabiendo que cuando lo creamos todo perdido, siempre quedará un buen café, Woody Allen, Madrid o Hemingway. Los que nunca fallan, los perpétuos, los que siempre están ahí.
¿Cuáles son los tuyos?
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