No existe estructura más desestructurada que la de la
memoria. Por eso, a menudo, resulta tan fascinante y nos encanta perdernos en
los palacios del recuerdo (Sherlock Holmes dixit) para saltar de uno a otro sin
ningún tipo de orden. La memoria es tan inabarcable como la vida, un almacén descomunal
en el que todo se mueve al son que marca el cerebro, a veces caprichoso, a
veces completamente racional. Quizás el reciente gran hallazgo de Pixar, Del revés (Pete Docter y Ronnie del
Carmen, 2015), haya sido la última demostración del funcionamiento de la retentiva,
con acontecimientos del pasado que se alternaban su orden y relevancia en el
presente según el momento que atravesase la persona. En Mi amor, Maïwenn Le Besco hace que su protagonista femenina, Tony,
recuerde la historia que ha vivido junto al hombre de su vida, Georgio. La
memoria actúa como narratriz de lo
que vemos en pantalla. Y sin embargo, la cineasta opta por privar a la narración
del componente caprichoso y laberíntico de la misma. Le Besco construye el film
a través de la sucesión cronológica (y excesivamente convencional) de los
recuerdos del personaje, que se recupera de un accidente de esquí en una
clínica. No hay posibilidad de laberinto en la puesta en escena, lineal y
mascada desde el minuto primero hasta una secuencia final cuestionable en fondo
y forma. Tal vez esa linealidad tan marcada, sin olvidar que nos adherimos a un
relato fruto de las evocaciones de una persona, sea uno de los grandes lastres
de Mi amor. Nadie recuerda su vida de
forma cronológica.
Sin embargo, el excesivo estructuralismo de la puesta en
escena de Maïwenn condiciona el conjunto, aunque no es el elemento más ruidoso
que se desprende de ella. Mi amor es
puro exceso. En todas sus vertientes, pero sobre todo en la interpretativa. La
película de la autora se mueve constantemente entre lo histriónico y lo
histérico, sin dejar al espectador apenas un espacio de reflexión propia y
pausada, a pesar de una temática que se presta –y de qué manera– a ello. Porque
hay que reconocerle a Le Besco la valentía a la hora de abordar un material
espinoso y complejo como las relaciones de dependencia. Pero también hay que
reprocharle los momentos de frivolidad y exceso de gesto que derrocha su obra.
Emmanuelle Bercot se erige como columna madre de la propuesta en un papel que
se debate entre momentos de ausencia e instantes de absoluta presencia. Es
decir, entre la sobriedad de una persona que rememora, y a la que el recuerdo
le rasga las entrañas, y el exceso de una mujer que grita e impone
constantemente su voz por encima del relato central. Su interpretación, junto a
la de Vincent Cassel, se convierte en la mayor virtud de la cinta desde su
primera aparición.
Por otra parte, la espinosa temática vertebral de Mi amor, que subyace bajo la estruendosa
epidermis, deja un sabor agridulce que va desde la provocación (llevando la
contraria a lo que el espectador consideraría como normal) hasta la duda
(favorecida por la directora a base de ambigüedad). Maïwenn Le Besco investiga,
indaga, araña y escarba los mecanismos de la relación, de la dependencia e
incluso del maltrato invisible que actúa como pivote central de la narración.
Por eso, quizás, el título original (Mon
roi, que se traduciría como Mi rey)
responde mucho mejor a la idea que late bajo todo el metraje y que, junto a lo
incomprensible de las decisiones de los personajes, lo hace tan incómodo.
Mi amor supone,
por tanto, un acercamiento desde un punto de partida interesante a la difícil
problemática de las relaciones de pareja. Sobre todo cuando se tornan en cárcel.
En ese triste momento en el que el cariño se equipara con el miedo, la
admiración con la anulación y la unión con la posesión. Una aproximación cuya arquitectura
niega las virtudes que hubiese supuesto una filtración más deslavazada, más
anárquica, en definitiva, más real, de los engranajes del recuerdo, cuyo exceso
de aspaviento trunca la reflexión que hubiese dejado una lectura que, si bien confusa,
haría literal una de las más famosas letras de Joaquín Sabina. Porque el amor,
cuando no muere, mata. Porque amores que matan, nunca mueren.