Escribía Gay Talese que “el deporte trata de gente que pierde, vuelve a perder y pierde una vez más. Se pierden encuentros, después se pierde el trabajo. Puede resultar muy intrigante”. Yo añadiría, si es que se puede añadir algo al maestro, que no sólo el deporte, que la vida también es eso. La figura del perdedor es, tal vez, la más interesante en todas las disciplinas. En la derrota conocemos verdaderamente la naturaleza de una persona. Ganar es fácil cuando estás acostumbrado a hacerlo. Y dicen que a perder no te acostumbras, pero eso es una gran mentira que han inventado los que ganan.
Yo soy muy de los perdedores. Siempre lo he sido; me he sentido identificado con ellos desde que tengo uso de razón. No sé muy bien por qué, pero es así. Quizá tenga algo que ver que, desde pequeño, he sido del Rayo Vallecano, con lo que estoy bastante habituado a perder y ya ha dejado de importarme en cierto modo.
Escribo estas líneas en unos días en los que se habla mucho del concepto de “saber perder”. Y se habla de ello, fundamentalmente, por dos razones, por dos finales en las que los derrotados han dado una imagen muy distinta el uno del otro. La primera, hace justo diez días, fue entre el Real Madrid, eterno ganador, y el Atlético de Madrid, eterno perdedor, sobre todo en lo que a derbis se refiere. El ganador y el perdedor se medían en la Copa del Rey. El favorito, evidentemente, era el mastodóntico Real, pero finalmente la balanza se inclinó a favor del Atleti, que después de catorce años de bromas, risas y menosprecios, por fin volvía a ganar a su eterno rival. Y lo hacía de la mejor forma posible, con un título en juego y en el estadio del enemigo. Una conquista inolvidable. El problema viene dado por la actitud del Real Madrid, en este caso el perdedor, en la derrota, con algunas de sus figuras menospreciando la competición y al rival. No acostumbrados a perder, algunos no han sabido digerir que no siempre se gana. Lo mismo que el público. El estadio, cuando el Atleti recogía la Copa, lucía semivacío; sólo quedaban allí los seguidores rojiblancos, de los vikingos ya no había ni rastro.
El otro ejemplo es mucho más reciente, sólo hace dos días, con la final de Champions en juego entre el Bayern Munich y el Borussia Dortmund. En este caso, el favorito sí resultó vencedor, y el equipo al que todos consideraban perdedor, efectivamente, fue derrotado. Y lo hizo de una manera cruel y sádica, en el último minuto, con un gol anémico, que entró lento, quejumbroso. Un gol que bien podría ser una metáfora del holandés errante, condenado a navegar eternamente, hasta perderse entre los goles menos bellos de la historia. Un gol que nunca pareció querer entrar, como si no quisiese asestar ese golpe definitivo al más pequeño, que había presentado batalla durante todo el encuentro. Pero, quizás movida por la inercia del leve empujón, la pelota entró y al final el ganador vencía al perdedor, que se quedaba a las puertas del triunfo. En este punto es en el que las dos historias confluyen y a la vez divergen. El Borussia Dortmund, que acababa de perder de la peor forma posible, permanecía impertérrito viendo como su rival celebraba la consecución del título por el que ellos habían peleado, resultando derrotados. Ni uno sólo se marchó al vestuario, nadie abandonó el césped. Por su parte, la afición alzaba sus bufandas al viento y cantaba hasta hacer llorar a sus propios jugadores, que, agradecidos, no paraban de mirar con ojos llorosos a esa grada con treinta y cinco mil perdedores orgullosos. Precioso ejemplo de elegancia en la derrota.
Jugadores del Borussia Dortmund tras perder la final de Champions en Wembley. © Getty Images. |
Desde el domingo vengo pensando que la diferencia a la hora de aceptar la derrota viene dada por la condición de favorito (o no) del equipo perdedor. El Real Madrid lo era desde el principio, el Borussia Dortmund no lo fue nunca. Creo que la clave puede estar ahí. En la aceptación de tu condición de inferior respecto al rival, lo que no quiere decir que no se presente batalla, ojo. El Dortmund lo hizo, y de qué manera.
Como decía antes, siempre me he considerado más cerca de los perdedores que de los ganadores. Puede que sea por mi afición desde pequeño al equipo pequeño, por mi pasión por el Rayo, acostumbrado a perder. Por mi aceptación de que pasármelo bien en el estadio no significa ganar a toda costa. Existen otras cosas. Pero, eso sí, cuando estás tan resignado a perder, y ganas, la sensación no es comparable. Es la épica del perdedor.
Hace unas semanas, en Inglaterra, en el mismo escenario que el Bayern le ganaba la Champions al Dortmund –el mítico Wembley–, se enfrentaban el coloso Manchester City y el diminuto Wigan Athletic, con la FA Cup en juego. Todo hacía presagiar una victoria cómoda para los citizens, pero con el paso de los minutos, el Wigan vio cómo su Goliat no asestaba el golpe y se vino arriba. Finalmente, el pequeño ganó y se llevó el primer trofeo en su historia. Otra vez la épica del perdedor dejaba una impronta preciosa. Un escenario inmenso, un rival excelso y un vencedor tan pequeño que desde el club se vieron obligados a devolver casi la mitad de las entradas para la final porque le sobraban. Así de claro y de rotundo. El número de entradas disponibles para ellos sobrepasaba con creces al número de aficionados del equipo. Por eso me alegré de su victoria casi como si de una mía se tratase, y creo que no fui el único al que le ocurrió.
Dicen que el deporte, como la vida, está lleno de perdedores. Estoy de acuerdo. En la inmensidad del mundo es más fácil ser uno de ellos que un ganador. Esa gloria está reservada para unos pocos, y yo, si me dejan elegir, no quiero ser de ellos. Porque nada es equiparable al sentimiento que embriaga al perdedor cuando, por fin, de una vez por todas, gana. Nada es comparable a la victoria del pequeño. Para mí, nada igualará nunca, deportivamente hablando, la salvación del Rayo en el último minuto en 2012, cuando ya estaba barruntando la idea de volver a ver partidos de Segunda División. Nada podrá hacer olvidar esos diez segundos de locura, en los que aún no recuerdo qué hice y cómo acabé cinco filas más debajo del lugar que me correspondía. Es la felicidad del pequeño, tan breve que nadie puede robársela nunca. La gloria del perdedor, que en seguida le corresponderá, por norma general, otra vez, al gigante. Porque de cada cien peleas Goliat habría ganado noventa y nueve. Prefiero esa breve felicidad, ese suspiro que embriaga al perdedor cuando gana algo, que la de los gigantes tan acostumbrados a vencer que ya ni le dan importancia. Porque para los triunfadores, como para Don Draper, “la felicidad sólo es el instante previo a necesitar más felicidad”. Y eso es insostenible.
Gol de Tamudo que salvaba al Rayo en el minuto 93 de la última jornada en la Liga 2011/12. © As.com |
27 de mayo de 2013