Al adentrarnos en el territorio de la ficción, aceptamos una serie de supuestos y convenciones que nos sacan del terreno de la realidad mientras dura la historia correspondiente. Es lo que se conoce como el pacto narrativo, una suerte de acuerdo no firmado por el que el lector se compromete con el autor o autores a no cuestionar cada una de las cosas que ocurren en la obra. Sin el pacto narrativo, no se podrían concebir las técnicas narrativas que van y vienen en el tiempo, ni los narradores que saben todo, ni la mayoría de historias que conocemos.
El pacto narrativo es una buena manera de burlar la realidad. Gracias a él no cuestionamos que un personaje nos cuente una historia de manera no lineal, como probablemente sí lo haría una persona, o aceptamos la presencia de determinados seres que no tendrían cabida en la realidad: extraterrestres, unicornios y todo tipo de invenciones que se nos ocurran.
Aceptamos la historia como real, y los personajes se convierten en personas. La ficción, en cierto modo, se convierte en una realidad distinta a la que nosotros vivimos fuera. Otro plano, otra vida diferente. En ella hay determinadas personas y lugares que, pese a que puedan ser alter egos de la realidad, no dejan de ser personajes. Y a pesar de saberlo, nosotros, los destinatarios de la obra, los consideramos como parte de una realidad que estamos viviendo en el momento de la lectura. De ahí que nos consigamos emocionar cuando leemos o vemos una película.
“Leer es vivir dos veces”, escribió Gamoneda en determinada ocasión. Y así es. Cuando lees (o ves una película, serie o similar) estás viviendo simultáneamente dos vidas, la de la realidad, en la que te encuentras sentado, leyendo, dejando que la historia te acompañe; y la de la ficción, esa realidad en la que de repente te has convertido en acompañante de un investigador privado, un abogado que lucha contra una multinacional o un escritor frustrado que se lanza a dirigir películas de cine un día lluvioso. Lo que sea.
Tal vez sea por eso por lo que el ser humano es tan propicio a las historias. Las necesita, de hecho. El periodo de vida del hombre se puede antojar corto, si lo miramos de forma rectilínea, desde que nacemos hasta que morimos; por eso las historias tienen tanto poder, porque nos permiten alargar la vida de manera horizontal, gracias a ellas cuarteamos la realidad en pequeños volúmenes, pequeñas vidas que vivimos con gran intensidad y que completan la única que realmente nos es dada.
Así, la ficción se convierte en otros planos de la realidad. Gracias al pacto narrativo, nos asociamos empáticamente con determinados personajes igual que lo haríamos con nuestros amigos, nos identificamos con aquellos que sentimos más próximos o parecidos a nosotros y podemos llegar a odiar a otros que respondan a otros patrones distintos. ¿Quién no puede decir que alguna vez ha sentido la incertidumbre o el miedo de no saber qué ocurriría con un personaje en el siguiente capítulo? ¿Quién no ha deseado viajar a una ciudad después de leer un libro ambientado en ella? O, yendo más lejos, incluso, conozco casos en los que un lector (o espectador) se ha llegado a enamorar de alguno de los personajes de equis libro o serie. No somos raros por ello. Simplemente estamos aceptando la historia que se nos cuenta como real, sin cuestionar los límites de lo que es ficción y lo que es realidad.
Es el pacto narrativo y es importantísimo, tanto en la ficción como en la vida.
29-30 de octubre de 2012.