31 octubre 2014

'Loreak', un ramito de violetas

Crítica publicada en Esencia Cine



“Quién cada 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta, la mandaba un ramito de violetas”. De la misma forma que en la canción que escribió Cecilia en 1975 Ane comienza a recibir un ramo de flores cada jueves. Y de golpe le cambia la vida. Sin remite, ni tarjeta, ni siquiera unas palabras que la indiquen quién es la persona que las envía. Sólo flores. Ese elemento que siempre suele significar ausencia. Regalamos flores para paliar un vacío; el del hombre que no puede estar en el aniversario de su matrimonio, la mujer que no puede acudir a un nacimiento de un familiar o, al final de todo, la propia muerte. 

Y a través de esas ausencias se estructura Loreak (que en su traducción del euskera al castellano significa Flores). Con un guión perfectamente organizado en tres grandes actos –a los que se podría añadir el epílogo final–, la pérdida, en todos los significantes que se le puedan conceder al término, y las ausencias gobiernan el metraje.

José Mari Goenaga y Jon Garaño plantean una película psicológica y muy profunda, casi intimista, en la que las flores se sitúan como una especie de elemento desestabilizador que hace tambalear las vidas de todos y cada uno de los personajes. Existe una tensión latente en cada plano, en cada línea de guión, del film. Pero también existe un drama humano de varias capas que subyace intensamente bajo la epidermis de la historia.

Loreak se constituye como un poliedro irregular de varios lados en el que los vértices (las personas) se unen con el resto de personajes a través de diagonales, tangentes y todo tipo de trazos (las circunstancias, la realidad). El guión, obra de los propios directores junto a Aitor Arregi, conduce a que todos y cada uno de los personajes se toquen de una forma u otra a lo largo de la cinta. Mientras tanto, la cámara se sitúa como eje central (algunos podrían decir que el verdadero centro es el personaje de Josean Bengoetxea; y no les faltaría razón) y se limita a mostrar la forma en que la vida de los personajes va cambiando a medida que los acontecimientos y la propia y cruda realidad transcurren.

El film de Garaño y Goenaga, que supone su segunda colaboración en la dirección tras 80 Egunen, domina el espacio y el tiempo con firmeza e incluso brillantez. A Loreak no le sobra ningún plano, ni tampoco una línea de guión. Aquello que está tiene una razón de ser y conjuga perfectamente dentro del todo que es la película, de igual forma que una rosa lo hace dentro del todo que supone un ramo de flores. La cinta es un ejemplo de gran aprovechamiento de recursos; destaca un ágil montaje que engrana planos de situación con subjetivos y primeros planos, además de un equilibrado guión que acompasa sus líneas al ritmo cadencioso de la obra.

La soledad, la pérdida y la ausencia y el dolor, tanto propio como ajeno, vertebran Loreak. Además, dos magníficos saltos temporales hacia adelante (nuevamente cosidos de forma sutil al conjunto, y tan amargos como verosímiles), reflexionan sobre la huella del tiempo y cómo la vida avanza y hace avanzar a su vez a aquellos que le siguen el ritmo. Garaño y Goenaga emocionan, por momentos rozan el estremecimiento, gracias a una mesura y una solidez que se dan la mano en favor de un film tan elegante como digno de reconocimiento y defensa.

'La sal de la tierra', el artista según el artista

Crítica publicada en NoSóloGeeks


En un momento de la película, Wim Wenders justifica con sus palabras el título de la obra. “Las personas son la sal de la tierra”, explica sobre lo que significa el trabajo fotográfico de Sebastião Salgado, el protagonista del documental. Y así es, ya que durante más de cuatro décadas el brasileño ha dedicado su vida a fotografiar para inmortalizar al ser humano por encima de todas las cosas. 

Ahora, cuando ya se reconoce su trabajo en todo el mundo, se estrena esta película que entrecruza su historia personal con su carrera profesional. Quizás la presencia de su hijo, Juliano Ribeiro Salgado, como coguionista y codirector del film, haya resultado crucial para que se pueda ver ese lado más íntimo y recóndito del artista junto a su obra. 

La sal de la tierra supone un acercamiento al fotógrafo y su labor, desde un punto de vista único, el del propio artista. La cámara se sitúa al lado de Salgado en algunos de sus viajes. De esta forma podemos ver todo, tanto la manera de trabajar como las reflexiones y comentarios del mismo durante los días de escapada. Por si fuera poco, Wenders y Ribeiro Salgado deciden otorgar la mayoría del metraje al propio artista, que se explica, reflexiona sobre su trabajo mientras éste aparece en pantalla (multitud de fotografías ilustran este documental) y vierte sus opiniones sobre todo lo que el espectador está viendo. Tal vez ese sea el mayor acierto del film y su punto diferencial: el espacio concedido al artista objeto del mismo y la no superposición de los cineastas por encima de él.


Estructurado a través de los distintos trabajos, series y obras de Salgado, La sal de la tierra supone una suerte de video retrospectiva sobre el autor. Asistimos a la carrera del fotógrafo envueltos en una familiaridad extraña, gracias a la calidez de un blanco y negro elegantísimo, así como a la rasgada voz del artista que nos acompaña y nos guía en todo momento a través del montaje de imágenes. 

El documental regala grandes frases y perpetúa el pensamiento de Sebastião Salgado con naturalidad. “Morir aquí es como una continuidad de la vida. La gente se acostumbra a morir”, nos asegura en un momento del film en el que habla sobre su impresionante trabajo en África. La sensación que nos queda es una ida y vuelta entre el malestar, por la inevitabilidad con la que efectivamente ocurre todo, y el agradecimiento profundo, por poder ser testigos de ello, primero gracias a la fotografía del autor, después gracias a este documento audiovisual.

En La sal de la tierra se articula un mensaje de amor profundo por la raza humana. A pesar de todo y por encima de todo, eso es lo que se descubre en las palabras de Salgado, un hombre que ama la vida aun más después de haber visto tanto horror. Por eso, quizás, la película –igual que su carrera fotográfica hasta el momento– concluya con su serie “Génesis”, en la que se aprecia como la naturaleza siempre tiene algo que decir y, siempre, siempre, ganará la batalla contra todo. 

Hay quienes hablan de una teoría que asegura que con cada fotografía que dispara un fotógrafo le roba un fragmento del alma al retratado. De ser verdad, y teniendo en cuenta la afirmación que abre esta crítica, ¿cuánta sal guardará Sebastião Salgado en su mochila?

'En tierra extraña', el sueño errante

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Cada vez es más común conocer a alguna persona que se marcha de España a buscarse la vida en otros lugares. ¿Quién no tiene alguien cercano que lo ha hecho? En un momento de En tierra extraña, mediometraje documental firmado por Icíar Bollaín, una chica sentencia: “Ya no tengo a dos amigos en el mismo país”. De esta forma, la cineasta se asoma al precipicio de la realidad que atravesamos, una realidad que a menudo nos saca fuera, nos obliga a salir.

Vertebrando su discurso a través de un monólogo cómico de Alberto San Juán, con mucho acierto, la directora se enfrenta a la problemática actual de cara. Para ello se sirve de los testimonios y las experiencias de una serie de emigrantes españoles en Edimburgo. Con la percha del movimiento The Blender Collective, Bollaín filma un fresco sobre la inmigración forzada.


“Nosotros no hemos crecido en un país sin sueños, como mi abuelo, que emigró; nosotros teníamos sueños y nos los han quitado”, comenta una de las protagonistas que hablan sobre su situación frente a la cámara de Bollaín. “Me siento más valorada aquí de camarera, que allí de profesora”, concluye otra. Y así, a través de los discursos, con los que la directora ofrece todo el protagonismo a sus interlocutores, se completa el mapa de la emigración española en la capital escocesa. 

En tierra extraña ofrece además un paralelismo muy interesante entre las dos generaciones de emigrantes españolas más recientes: aquellos que marcharon al centro de Europa en la posguerra y la generación actual que se marcha en vista de las pocas oportunidades de prosperar que se le conceden en España. El documental establece un juego de espejos entre el humor, a través de contraposición de declaraciones políticas, música y otros elementos, y el drama inherente a la situación que atraviesan sus protagonistas. 

Pese a todo, la sensación que queda tras ver En tierra extraña es de cierta esperanza en que la situación se voltee y mejore. Esperanza que recae o se deposita no en los políticos, sino en las personas y su organización colectiva (para lo que sirve el símil con The Blender Collective que cose todo el film) en favor de avanzar. Se puede hablar de la película de Bollaín como un toque de atención que precede a un acto de fe en las personas, únicos baluartes capaces de prosperar en un mundo tan hostil, en una tierra tan extraña.

'Serena', melodrama de época

Crítica publicada en Esencia Cine

Lo que parecía comenzar como un melodrama de ciertas aristas, Susanne Bier lo convierte pronto en uno de intensidad forzada y exigida. Serena comienza con una serie de elipsis musicales que, a priori, pueden anticipar un cierto empaque en la historia posterior hacia la que se acerca con ese recurso. Sin embargo, una vez llegados al punto inicial o de conflicto, la película se deja caer en un saco de inconsistencias del que le resulta muy difícil, casi imposible, volver a salir. 

Enmarcada en un terreno agreste y montañoso, las montañas de Carolina del Norte, la película de Bier cuenta la adaptación de una pareja a su nueva vida. Jennifer Lawrence y Bradley Cooper –otra vez– son los protagonistas de esta historia, que queda en tierra de nadie gracias a la indefinición constante en la que navega, pese a un correcto diseño de producción, quizás lo más destacable del film. 

La directora danesa naufraga en un mar de intensidad rebuscada a través de los primeros planos, la música y las frases de amor incondicional, tan poco creíbles como innecesarias para contar ninguna historia de afectos. La cineasta se empeña constantemente en remarcar todo eso de manera repetitiva y demasiado irreal. Después otorga la misma relevancia al conflicto de pareja y el dolor; los primeros planos, las lágrimas y la representación del dolor se suceden con brío, pero a fuerza de buscar la intensidad, lo que consigue Bier es que al espectador le cueste creerse lo que está viendo y pueda terminar más pendiente de la sobre interpretación de los actores principales que de la propia historia central.


Jennifer Lawrence se sitúa como el bastión potente de la película, ya que la cineasta se centra en mostrar una y otra vez cómo una mujer fuerte se desenvuelve con brillantez en un campo que es profundamente masculino. Empeñada Bier en resaltar y fortalecer la figura de Serena, por el contrario lleva a Bradley Cooper a una tierra de nadie en la que el actor parece desconcertado durante todo el metraje. Mala dirección de actores, que se esfuerzan y hacen lo que pueden pese a todo lo demás. 

Por su parte, el guión de Serena no deja mucho más lugar a las alegrías. Salvando la estructuración elíptica que abre la película, el trabajo de escritura cae constantemente en señuelos de extrema facilidad (¿un hombre que esconde la llave de la caja fuerte justo en el cajón de al lado?) y en giros cuya única voluntad es el melodrama más barato y lacrimógeno, al que Bier acompaña con imágenes de dudoso y morboso gusto (las imágenes del parto y el postparto, por citar sólo un ejemplo).

Serena es, por lo tanto, un melodrama de época fallido, que se centra en dos personajes a los que nunca consigue dar la presencia necesaria para que el espectador se pueda sentir identificado, o al menos interesado, con ellos. Bier se empeña más en indagar las emociones, y obligar a la irrupción de estas, que a buscarlas con naturalidad y a través de la historia. Quizás por eso, ni siquiera los actores y sus interpretaciones logran salvar el film de la danesa, cuyo nombre se sobrepone de forma irreversible por encima de todo el artefacto cinematográfico y, lo que es peor, muy por encima del espectador.

24 octubre 2014

'Coherence', personajes en busca de Schrödinger

Crítica publicada en Esencia Cine


Las historias de noche en círculo siempre han tenido mucho empaque. Algo distinto; o distintivo, quizás. Recuerdo, por ejemplo, en la serie juvenil El club de medianoche, en la que un grupo de chicos se reunía alrededor del fuego a contar historias de terror. La fórmula se ha repetido en multitud de ocasiones; desde que aprendió a ello, el ser humano busca que le cuenten historias. Necesita el relato como método de vida. Así comienza Coherence, con un grupo de adultos que, reunidos en torno a la mesa para presenciar el paso de un cometa en el cielo, empiezan a contar historias. Una de ellas cuenta que en la anterior ocasión en la que el cometa cruzó el cielo, en el año 1923, en un pueblo de Finlandia ocurrieron hechos incomprensibles como pérdida de la memoria en sus habitantes o comportamientos extraños. ¿Leyenda o realidad? 

James Ward Byrkit sitúa la cámara en mitad de la reunión y deja a sus personajes interrelacionarse. El principio de la cinta, con cortes abruptos en las conversaciones y constantes negros, muestra como el grupo se va adentrando voluntariamente en la especulación sobre aquel suceso mientras intercalan temas. Al final, al ser humano, además de las historias, le gusta inocularse una pizca de miedo de vez en cuando. Somos así.


Pero cuando las pantallas, los teléfonos, las lámparas y la propia casa empiezan a cobrarse comportamientos extraños, todos recordarán la extraña historia que acaba de contar una de ellas y comenzarán a buscar un motivo a todo lo que ocurre. Si en 2011 Lars von Trier se servía de un astro que se acercaba a la Tierra para justificar los comportamientos de algunos de sus personajes, en Coherence Byrkit también utiliza el cometa como elemento distorsionador de la realidad. El cineasta se sirve del astro para entretejer una seria reflexión sobre el lado oscuro de las personas y una parábola sobre las relaciones interpersonales y la multitud de “yoes” existente en cada ser. 

El guión, construido mediante diálogos, de apariencia teatral (escenario único, mismos personajes encerrados en el espacio, etc.) y con algún señuelo demasiado fácil (el libro de astronomía justo en el coche de uno de los invitados, por ejemplo) construye un mapa de los estados de ánimo que van atravesando los personajes. Sin embargo, mientras tanto, se lanza a una especulación sobre los mundos paralelos, las realidades alternativas e, incluso, la teoría del gato de Schrödinger, que consigue explicar de una manera tan eficaz como sorpresiva. Finalmente, entendemos cómo esa metáfora no es otra que la de los propios protagonistas, en general, de una de ellas en particular. El final abrupto y con incógnitas abiertas deja al espectador la total libertad de decidir sobre el porvenir de los personajes, igual que lo hace Schrödinger indicando que mientras no se abre la caja el gato está vivo y muerto a la vez. 

Coherence es un ejercicio cinematográfico y narrativo de alta intensidad que regala reflexiones entretejidas con ideas de gran calado, que maduran con el reposo del film. James Ward Byrkit juega; lo hace con los personajes, con el espacio, con la realidad, incluso con el espectador, que mantendrá la vista fija en la pantalla de principio a fin.

'Alguien a quien amar', ansias afectivas

Crítica publicada en Esencia Cine


Probablemente Dinamarca sea un lugar complicado para imaginar el calor de los afectos. El ambiente frío, la nieve, el vaho al suspirar… Sin embargo, Pernille Fischer Christensen vuelve a fabular con los apegos y la necesidad del cariño en su cuarta película, Alguien a quien amar, ambientada en el país nórdico. 

Thomas Jacob, un cantautor de fama mundial afincado en Los Ángeles, vuelve a su tierra una temporada. Allí se encuentra, de repente, con la necesidad de su hija de que cuide a su hijo Noa, de once años, mientras ella está seis semanas en una clínica de rehabilitación. Lo que parece un vínculo imposible entre el abuelo y el nieto, que apenas se conocen, pronto empieza a fructificar gracias a la música.

El director danés estructura su obra a través de una serie de canciones, pero siempre dejando claro mediante cortes abruptos –sin dejar terminar nunca un tema– que su película no es un musical, sino un drama sobre un músico (que evidentemente no es lo mismo). El guión, centrado por completo en el protagonista, lo evidencia con una historia de valores humanos en la que entran en juego tanto el cariño y la responsabilidad como el dolor.


Con una fotografía dura que coloca al personaje en contraste con el entorno, situándolo en multitud de ocasiones vistiendo de negro sobre un fondo blanco impoluto de nieve, el director remarca el carácter de outsider que adquiere el protagonista en su propio entorno. Además, su desarrollo técnico complementa los estados de ánimo del personaje, destacando un fuera de campo en el que el protagonista se sitúa al mismo nivel de conocimiento que el espectador, o un momento en el que la cámara en mano tiembla justo cuando el protagonista atraviesa el momento de ánimo más quebradizo del film. 

La interpretación principal de Mikael Persbrandt, lánguido, solitario y sombrío, transita el desmoronamiento con suma elegancia. Una persona se ve arrastrada por las situaciones que se dan en su vida hacia una espiral de desconocimiento y desconcierto de la cual no sabe salir. Persbrandt completa un trabajo resolutivo, pese a que la doble construcción del personaje pueda desafinar un poco en el caso del reverso tierno del protagonista. 

Alguien a quien amar supone un acercamiento al drama humano a través de un film que emociona sin demandarlo constantemente. Christensen cuenta una historia de afectos, de necesidad de contacto y acercamientos entre personas, desde un punto de vista que se acerca y se aleja según la película lo precisa. Un film que corrobora las obsesiones de un director que ya ha hablado sobre las encrucijadas de los afectos en sus anteriores películas y que vuelve a hacerlo en este film desde un foco nuevo y a la vez reconocible.

'Drácula, la leyenda jamás contada', dejen en paz a Stoker

Crítica publicada en Esencia Cine


Si Bram Stoker levantase la cabeza y alguien le llevase a ver Drácula, la leyenda jamás contada, seguramente pensaría que efectivamente no había sido contada antes por algo. Si Francis Ford Coppola hiciese lo propio, probablemente se rasgaría las vestiduras asistiendo a cómo una historia que él consiguió sintetizar de forma brillante en un cuarto de hora, Gary Shore la extiende durante una hora y media en el largometraje. 

Cierto es que no es una adaptación como tal, sino una historia sobre el personaje histórico, Vlad Tepes, el empalador, que inspiró al vampiro de Stoker. Pero no es menos cierto que la etiqueta de adaptación libre no otorga una patente de corso al cineasta para hacer lo que quiera y cómo quiera. Eso no.


Gary Shore completa una suerte de cruce entre una Juego de tronos venida a menos y un Francis Ford Coppola muy lejano en Drácula untold. Un prólogo interesante y de bella factura precede –y engaña al espectador en un primer momento– a una serie de imágenes al ralentí (destaca para mal una caída por el precipicio), gritos que intentan ser desgarradores y un guión recargado de frases tan rimbombantes como vacías de significado. 

En el apartado de interpretaciones destacan, y no precisamente para bien, los trabajos de un Luke Evans que busca la intensidad en cada una de sus apariciones y de un Dominic Cooper que nunca termina de convencer en el papel ni entrar en la historia. Por no hablar de un Charles Dance que parece estar interpretando la decrepitud espectral de su Tywin Lannister. Y así, entre gritos desgarradores, escenas tan burdas como una pelea entre monedas de plata o rostros deshaciéndose –en una imagen algo desagradable– por la incidencia de la luz en la piel vampírica, la película avanza hacia un desenlace acorde por lo bajo con el resto del film. Eso para el que llegue: probablemente algunos no lo consigan, mientras otros estarán deseando que el sol salga o que algún alma caritativa les clave una estaca de madera directa al corazón.

'Alguien a quien amar', los fríos afectos

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Personas. Gente en encrucijadas, a la espera de una decisión de continuidad en su vida. Esta podría ser una de las temáticas fundacionales del cine de Pernille Fischer Christensen, director danés que estrena Alguien a quien amar, una película que vuelve a situar a un hombre en el momento exacto de decidir qué hacer. Si en sus anteriores filmes se había podido ver a personas que tienen que escoger entre marcharse o quedarse a dirigir el negocio familiar o someterse al cambio de sexo que han esperado durante toda la vida o permanecer como están por amor; en esta obra el cineasta hace lo propio con un cantante folk-rock que tiene que decidir qué hacer con su nieto, al que apenas conoce, cuando la vida se lo deja en casa y golpea su estabilidad huraña.

Mikael Persbrandt da vida a Thomas Jacob –una suerte de JJ Cale danés–, un tipo lánguido y poco amigable que, al volver de Los Ángeles a Dinamarca, se encuentra con que su hija, adicta, necesita que cuide de su hijo Noa durante seis semanas. Lo que en principio parecía una relación imposible de fructificar, pronto se revierte y entre los dos comienza a existir un vínculo a través de la música.

El cineasta danés reflexiona sobre el desmoronamiento personal con una buena dirección de actores, que se patenta sobre todo en las apariciones –casi todo el metraje– de Persbrandt. Es cierto que, en torno al protagonista, patina la construcción de esa doble “identidad” o del reverso del cantautor. Thomas es siempre demasiado frío, cierto que el personaje lo exige, pero por momentos la (no) emotividad del personaje se antoja un ligero problema. Sin embargo, la buena interpretación de Persbrandt arregla el pequeño desliz con voluntariedad.


En el aspecto técnico, sorprende una fotografía muy dura, que resalta en multitud de ocasiones el negro sobre el fondo blanco (en el caso del protagonista para dar fuerza a esa languidez y ese elemento de inadaptación que supone sobre el ecosistema que le rodea). Además, el director hace un buen uso tanto del fuera de campo en un par de ocasiones como de la cámara en mano, que traslada a la imagen la inestabilidad del personaje en su momento de ánimo más bajo.

La música, por su parte, vertebra la acción en cierto modo. No obstante, Pernille Fischer Christensen corta abruptamente las canciones, no las deja continuar, como si quisiese remarcar que su película no es un musical, sino un drama sobre un músico. En este sentido, no termina de encajar el tema final, una suerte de subrayado sobre todo lo que la película nos ha ofrecido que, por innecesario, resulta repetitivo. 

Alguien a quien amar es, en definitiva, un drama sobre personas en el que estas son el centro de atención, el vehículo y la finalidad. Christensen traslada perfectamente la vocación de emocionar sin llegar a la lágrima fácil con una historia de afectos y desencuentros entre hombres y mujeres. Un film sobrio, pero intenso; frío y distante, pero a la vez cálido y suave.

'Vamos de polis', la risa por con el único motivo de la risa

Crítica publicada en Esencia Cine


Una película que comienza con el Tell me why de los Backstreet Boys, termina con el The funeral de Band of Horses, y entre medias del metraje incluye el Wrecking Ball de Miley Cirus, ni se puede tomar demasiado en serio, ni puede pretender que nadie lo haga. Y eso es exactamente a lo que juega Luke Greenfield en Vamos de polis. La película es una de esas comedias simpáticas, gamberrillas y que no tienen otra vocación más que la de hacer reír durante el tiempo que permanecen en pantalla.

Seguramente nadie se acordará de Let’s be cops dentro de un par de semanas; sin embargo, todos los que la vean pasarán unos minutos hablando de sus gags, chistes o de tal o cual momento de la cinta. Ese es el espíritu de un director que nos habla sobre dos amigos treintañeros en crisis que deciden fingir que son policías. 

El artífice de otras comedias como Estoy hecho un animal o La vecina de al lado se pone al frente de Jake Johnson y Damon Wayans Jr en esta buddy film llena de altibajos, que cuenta con la presencia destacada de Andy García entre su elenco. Un guión muy centrado en el gag rápido y el chiste oportuno no descuida en cambio un mensaje subyacente en torno a la amistad y la necesidad de encontrar el camino en la vida y luchar por andarlo.


Greenfield demuestra una adaptación importante a la actualidad, sobre todo en dos momentos-situaciones del film: los sobreimpresionados con las conversaciones de whatsapp, mail y demás tecnologías de la comunicación (algo que se empieza a introducir cada vez más en las películas, sobre todo de este tipo); y el gag musical en el que Miley Cirus cobra un protagonismo latente al sonar su éxito Wrecking Ball. La secuencia se convierte en la más divertida, gamberra y “asquerosa” de toda la película sin duda.

Vamos de polis ofrece, por lo tanto, un rato de diversión sin filtros, una película sin moralejas muy claras, sin ambages; la película de un director que desde siempre ha tomado el camino del humor como forma de expresión. Porque, aunque a veces se menosprecia las comedias que “sólo” nos hacen reír, lo cierto es que son necesarios. Si sólo tuviésemos dramones humanos, ciencia ficción impactante o películas de una talla exquisita, todo sería muy monótono, ¿no creen?

19 octubre 2014

'Magical Girl', las piezas deliberadamente ausentes

Magical Girl es soberbia. Un encadenado macabro de chantajes, una escalada de manipulación y un tremendo juego de voluntades. Carlos Vermut dirige con suma elegancia, narrando sin sobrexponer, un guión estructurado en forma de puzzle al que -a propósito- le faltan piezas (qué hay en la sala del lagarto negro o el pasado oscuro de uno de los personajes). Sin embargo, todo encaja en el puzzle, incluso esas piezas que faltan (genial esa metáfora de la pieza ausente que subyace en torno al personaje de Sacristán). 

La película de Vermut, merecidísima Concha de Oro del último festival de San Sebastián, cabalga entre lo costumbrista y una originalidad desbordante, entre lo racional y lo pasional (fantástico ese fragmento en el que un personaje compara las corridas de toros con el espíritu de España), entre el amor y la maldad. Y sale perfectamente airosa de todo ello, mientras el espectador trata de recuperar el habla, el aliento y el resuello tras dos horas de absoluta entrega a la historia. 


Maravillosas interpretaciones de un impecable Luis Bermejo, un José Sacristán conscientemente dosificado (se come la pantalla en poco más de media hora; qué actorazo) y Bárbara Lennie (tremenda en su construcción enigmática del personaje; una gran intérprete que merece ya reconocimientos). Por su parte, no se les queda muy a la zaga una sorprendente Lucía Pollán, que le aporta a la historia el grado de "inocencia", y que pese a su juventud lanza un par de miradas y desafíos a cámara sumamente inquietantes. 

En el aspecto técnico, la elegantísima fotografía de claroscuros de Santiago Racaj ayuda a aportar tensión en las situaciones que lo precisan, al igual que la música, siempre en los momentos necesarios (ay, esa Niña de fuego). En definitiva, que Magical Girl de Carlos Vermut es una de las películas del año y por supuesto una de las obras mas destacadas del cine español de los últimos ciclos. Una película fascinante y arrebatadora de un director que crece exponencialmente.

'Relatos salvajes', la jungla de los actos desesperados

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Dicen que en el momento en el que el ser humano se ve completamente perdido y desvalido es capaz de hacer cosas que nunca antes habría pensado. Cosas impensables que uno hace cuando sabe que ya no tiene nada que perder. Es lo que conocemos como actos desesperados. Y es sobre estas acciones sobre las que pivota Relatos salvajes, la última película de Damián Szifrón, que representará a Argentina en la carrera por el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, con serias opciones de colarse entre las nominadas. 

El cineasta divide su película en episodios independientes, que se hilan a través de un denominador común: esa desesperación en los individuos producida por una sociedad en la que priman el engaño, la injusticia, la corrupción y el mal humor. En definitiva, la sociedad, cada vez más reconocible, circunscrita a la gran crisis económica (pero también de valores) que atraviesa el mundo en nuestros días.


Desde las instituciones gubernamentales y las autoridades hasta las clases sociales o el propio desengaño íntimo de una pareja, el director argentino juega con los clichés a conciencia. Sin embargo, la idea de los estereotipos o de las situaciones estandarizadas no hace sino engrandecer el film, ya que Szifrón consigue darles una vuelta de tuerca para que actúen en beneficio de su idea. 

El humor y el drama se dan cita en Relatos salvajes, y no sólo eso, sino que se funden llegando a aparecer a veces como un mismo elemento. Quizás el capítulo de la boda sea el que mejor recoja ese espíritu, tanto por la comedia que reside en él como por el absoluto drama personal y emocional que narra. No es extraño que el espectador ría y al segundo esté preguntándose de qué se está cachondeando. La película de Szifrón tiene en esa dualidad su mayor virtud: primero hace gracia, pero después tiende a incomodar; como si quisiese llamar la atención del espectador sobre lo que está viendo y adquiriendo de la obra.

La venganza, la violencia, la infidelidad, el terrorismo o la alienación, entre otros temas, son los pilares narrativos sobre los que se erige el film. Relatos salvajes es un manifiesto contra la locura, ejercido desde la propia locura que nos propone; un film con un punto malvado, con mucha mala baba y con una dosis de culpabilidad lista para inocular al espectador. No hay reservas, Damián Szifrón ha hecho honor al nombre de su cinta; Relatos salvajes es exactamente eso, un conjunto de historias muy bestias, de actos desesperados, pero que a su vez guardan una cierta delicadeza, mucho más por lo que esconden que por lo que muestran.

'Las tortugas Ninja', (re)cowabunga!

Crítica publicada en Esencia Cine

Era extraño que dada la tendencia a recuperar viejos fantasmas (sobre todo en cuanto a historias de superhéroes, comics y este tipo de géneros) no hubiese tenido lugar un renacimiento (nunca mejor dicho en este caso) de las tortugas ninja. Jonathan Liebesman recupera a las famosas Donatello, Rafael, Michel Angelo y Leonardo en su nueva versión: Las tortugas ninja.

Cuando Nueva York está asolada por los crímenes de un del grupo delictivo conocido como clan del pie, las tortugas, amaestradas por Splinter (también conocido como “maestro Astilla”), deciden salir a socorrer a los neoyorquinos con sus habilidades. Las cuatro hermanas patrullarán y, en mitad de la noche, conocerán a una periodista ávida de encontrar “la gran historia de su vida” a la que da vida Megan Fox.

Hay mucho de aquellas tortugas noventeras, Liebesman barniza su película con un aire años noventa que engrandece aún más la historia que nos cuenta (como si se nos hubiese contado en aquel tiempo en el que eran famosas). Sin embargo, tampoco abandona el presente y consigue dotar de la contemporaneidad necesaria para que no parezca todo demasiado antiguo.


En este sentido, en Las tortugas Ninja funciona muy bien el humor, sobre todo esos chistes de los que se llena la película con respecto a otros superhéroes (Batman, Superman) o a algunas de las series más valoradas por el público como es Lost. Quizás sea el mayor acierto de este blockbuster: tener siempre un desahogo cómico en el momento más oportuno.

El guión, algo pobre (demasiado previsible, con señuelos y pistas muy obvias), pese a esconder una débil crítica a las industrias farmacéuticas –ni siquiera consigo saber si es algo demasiado intencionado–, es compensado por ese punto gamberrillo y nostálgico para aquellos que amaron a los reptiles fan de las pizzas en los años noventa. Por su parte, la protagonista Megan Fox guarda cierta química positiva en su interacción con las tortugas, pero a menudo se empeña más en buscar la intensidad en su rostro y su actuación queda desvirtuada por ello. 

No obstante, Las tortugas Ninja es un blockbuster muy entretenido, que se consume sin tedio, divierte y deja un sabor agradable. Liebesman ha completado un film que recuerda algo de un pasado todavía no demasiado lejano y tal vez demasiado vivo en nuestra memoria.

'Las tortugas Ninja', reencuentro con la infancia

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Hace un par de décadas los jóvenes de la generación de los 80 disfrutábamos con un conjunto de tortugas que peleaban por combatir el crimen organizado en Nueva York. Se trataba, evidentemente, de Las Tortugas Ninja. Ahora, muchos años después, el director Jonathan Liebesman ha recuperado a estos ciclados reptiles para su nueva película. 

Nueva York está asolada por el crimen de “la banda del pie”; entonces las tortugas, entrenadas por la rata Splinter (también conocido por muchos como Maestro Astilla) saldrán a combatir el mal… y a comerse unas pizzas. Liebesman acierta manteniendo el espíritu básico de aquella serie que todos disfrutamos hace tiempo y, además, dota a su film de un aspecto noventero muy acorde con lo que se recuerda de la misma.


El guión, un tanto previsible y ciertamente pobre en sus giros –pese a un amago de crítica a la industria farmacéutica–, es compensado por una acción bien entendida y un humor muy gamberro y fresco. Sin duda, ese es el gran acierto de Las Tortugas Ninja; siempre tiene un desahogo cómico en el momento que la película empieza a precisarlo. En este sentido, toman especial importancia los chistes relacionados con otros superhéroes de película o series de televisión (Batman, Superman, Lost…).

Megan Fox, siempre buscando la intensidad en su rostro, aunque demasiado artificial en sus gestos, interpreta a una periodista deseosa de encontrar “su gran historia”. En un momento dado, se encontrará con Donatello, Leonardo, Michel Angelo y Rafael y su vida cambiará por completo. Por supuesto, acabará uniéndose al equipo Ninja, en cierto modo, en otro giro previsible más del guión.

Las tortugas Ninja es, ante todo, un blockbuster bien entendido. Una película que disfrutarán tanto los niños de ahora como los niños que lo fueron hace ya un par de décadas. No hay que pedirle más de lo que entendemos que puede ofrecer, y esto es: un buen rato de diversión y una pizca de nostalgia. Pero con eso es más que suficiente.

10 octubre 2014

'Winter sleep', cuento de invierno

Crítica publicada en Esencia Cine


Sueño de invierno. Dicho así parece como uno de aquellos ballets rusos de tanto fuste, pero el director turco Nuri Bilge Ceylan se rodea de nieve y montañas invernales para narrar con asombrosa serenidad una historia tan sencilla y compleja como la de un hombre que se relaciona. Porque Winter Sleep no deja de ser el retrato de su protagonista y de las relaciones que mantiene –o trata de mantener con el entorno que le rodea–, ya sean de amistad, profesionales o, quizás la más áspera y delicada, su matrimonio.

Un principio pausado, en ocasiones lento, edifica los cimientos conversacionales de lo que serán las tres horas y cuarto de su Sueño de invierno. Los diálogos adquieren una intensidad dramática tal que en los momentos álgidos no permiten –casi de manera literal– retirar la mirada de lo que se está mostrando. El cineasta recarga de tensión su obra a través de la palabra y de los silencios propios de la conversación. El desarrollo psicológico de sus personajes viene dado tanto por lo que dicen como por lo que se guardan.


Poco a poco, las paredes del hotel que regenta el protagonista empiezan a sufrir la tirantez latente que se desprende de las relaciones e intercambios entre Aydin y los demás. El guión, un fabuloso artefacto cuasi teatral, tiene varios puntos álgidos, que coinciden con intercambios de palabras. Destacables son en este sentido aquellos que envuelven al protagonista con su hermana –tan duro como brillante–; con su mujer, de la que cada vez está más lejos –en un soberbio y extenso plano/contraplano–; o de la propia esposa con el inquilino que vive alquilado en una de sus viviendas, que regalan uno de los momentos más duros y tensos de la cinta. 

Mientras tanto, el film del turco se llena –y nos llena– de desasosiego, incomunicación y dolor silente. “Hay formas de llorar que tú desconoces”, dice el protagonista en una de sus intervenciones. Y lo cierto es que Winter Sleep se asemeja a un lamento, a una de esas formas de llanto que aún desconocemos. Ceylan concede un quejido por la incapacidad del ser humano de mantener su felicidad, por la constatación de que el hombre es el peor lobo para el hombre. La tristeza es palpable en cada corte del metraje, pese a los desahogos cómicos que actúan como ventilador en determinadas situaciones.

El único inconveniente que se le puede añadir a la Palma de Oro de Cannes 2014 es su elevada duración, que se convierte en un obstáculo. Si el invierno –la última hora y cuarto de película– es intenso, emocional y tan penetrante que duele, el otoño que nos conduce hasta él es excesivamente largo. No obstante, con Winter sleep nos enfrentamos a una obra tan espinosa como apasionada, tan ardua como sutil, tan fría como la Capadocia, pero tan cálida como ese fuego en el que se consume la vida del lacónico personaje creado por un gran Haluk Bilginer.

'Mi vida ahora', el amor como resistencia

Crítica publicada en NoSóloGeeks


“Love is our resistance, they'll keep us apart and they won't stop breaking us down” (“El amor es nuestra resistencia, nos mantienen separados y no pararán de intentar derrotarnos”) cantaba el grupo británico Muse en una de sus últimas grandes canciones. A menudo el amor es lo que nos hace resistir, en todos los ámbitos de la vida, y seguir hacia adelante. De la misma forma, una promesa es la llama que mantiene viva a Daisy en Mi vida ahora. La promesa de reencontrarse con Eddie, con el que había comenzado una relación justo antes del estallido de la Tercera Guerra Mundial.

El conflicto pilla por sorpresa a Daisy, norteamericana, en la casa de campo de sus primos en Reino Unido. Es entonces cuando una bomba nuclear estalla en Londres, llegando a afectar al pueblo en el que se encuentran (imágenes de bella factura aquellas en las que se ve cómo los restos y cenizas “llueven” sobre los jóvenes y sobre sus objetos sin vida), que tiene que ser evacuado. A partir de entonces, las chicas irán por un lado, los chicos por otro, y ambos mantendrán la promesa de reencontrarse pese a las circunstancias adversas.


Kevin MacDonald (El último rey de Escocia, One day in September) se sitúa tras la perspectiva de la protagonista, evitando la necesidad de mostrar el horror devastador de una guerra, que sólo se intuye a través de los ojos de Daisy y de lo que ve en su viaje. El personaje interpretado por Saoirse Ronan, tan magnética como acostumbra en un buen trabajo de la actriz, es el mayor atractivo del film. Su rebeldía –justificada a lo largo de la película– así como su aprendizaje se tornan como el tema central de la cinta. 

Pese a que el guión se excede en determinados momentos y suelta señuelos demasiado obvios para que la historia avance (el halcón aparece justo en el momento más indicado, la protagonista que recibe vía sueños algunas pistas para continuar, etc.), el conjunto de la obra funciona como una historia de amor adolescente gracias, precisamente, a que ese es el punto de vista que ofrece. El tratamiento del tema bélico puede resultar banal en determinadas ocasiones, pero es que para el personaje puede llegar a serlo. El monólogo con el que concluye la cinta da muestra de ello. 

Mi vida ahora es un cruce entre un Cormac McCarthy muy edulcorado y obras como Los juegos del hambre, que reconocen en el público juvenil su gran bastión. Sin embargo, no es el único sector que disfrutará de la película. Apoyada en una gran fotografía –fantástico trabajo de Franz Lustig, tanto en la composición como en la iluminación– y en la interpretación con garra de Saoirse Ronan, la película de Kevin MacDonald hurga levemente en la llaga de un conflicto que, quién sabe, cualquier día podría llegar a suceder.

'Mi vida ahora', amor atómico

Crítica publicada en Esencia Cine


Tal vez la ficción británica, tanto televisiva como cinematográfica, sea la que más se atreva con la experimentación argumental y espacial de sus productos. Ya ha quedado demostrado en propuestas tan valientes como Black Mirror o Dead Set, tan gamberras como Misfits o Skins o tan atípicas como Utopia o Peaky Blinders, entre otras. El terreno cinematográfico no se queda atrás, claro, y esta semana llega a las salas de nuestro país Mi vida ahora, una propuesta que juega entre dos tierras: el amor adolescente y la Tercera Guerra Mundial.

Cuando Daisy, una joven norteamericana, llega a tierra british para convivir con sus primos se empiezan a suceder una serie de bombardeos que acaban convirtiéndose en una guerra nuclear (fantásticas las imágenes en las que tras explotar una bomba se ve cómo llueven cenizas sobre los protagonistas). Entonces, todo pasa a un segundo plano, desde su rebeldía –justificada a lo largo del metraje– hasta la relación que había empezado con Eddie justo antes de los primeros bombardeos.


A partir de entonces, la supervivencia será lo primero en un entorno profundamente hostil y complejo. Los dos chicos irán por un lado y las dos chicas por el otro, con la consiguiente separación de “los enamorados” (un enamoramiento ciertamente prematuro, todo hay que decirlo). El amor, evocado en el futuro reencuentro, será el principal motor de Daisy, que tratará de sobrevivir junto a su prima pequeña para poder volver con Eddie a la casa familiar.

La sugerente fotografía de Franz Lustig, destacable tanto en la composición de imagen como en su iluminación, compensa en lo visual los desajustes narrativos de Kevin MacDonald. El guión perpetrado por el cineasta acusa la facilidad con la que coloca pistas a sus propios protagonistas (los sueños reveladores de la protagonista, la aparición del halcón en el momento exacto) para encontrar la meta final.

Sin embargo, Mi vida ahora funciona bien desde la perspectiva juvenil que propone, que permiten atender a los impulsos de la joven protagonista, más emocionales, y pasar por la superficie el conflicto bélico en el que se circunscribe la historia, lo que le habría dado una mayor profundidad. Por su parte, Saoirse Ronan, tan magnética como acostumbra, completa un buen retrato de esa adolescente con aires rebeldes que es golpeada y zarandeada por las circunstancias. Porque ese parece ser el signo de su vida. Su vida ahora.

03 octubre 2014

'La desaparición de Eleanor Rigby', the lonely people

Crítica publicada en NoSóloGeeks


“Ésta es la noche más triste, porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que he convivido durante seis años se haya ido a trabajar en bicicleta y nuestros hijos estén en el parque jugando con su pelota, meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discretamente de casa […] No pienso volver a esta vida. Me resulta imposible. Tal vez debería dejar una nota para decírselo: «Querida Susan: No voy a volver…» Tal vez sería mejor telefonear mañana por la tarde.”

El párrafo es el inicio de la novela Intimidad del escritor Hanif Kureishi (Patrice Chéreau la llevó a la gran pantalla en 2001). En ella, el protagonista decide un buen día que tiene que abandonar su vida, y con ella su pasado, y empezar de cero. En La desaparición de Eleanor Rigby, película perpetrada, escrita y dirigida por Ned Benson, el espectador se encuentra con la misma propuesta: un matrimonio se resquebraja poco a poco y Eleanor decide poner fin a todo. 

La particularidad del film respecto a la novela reside en que en la cinta ofrece el punto de vista de los dos personajes. La idea original, de hecho, consistía en dos largos de 90 minutos, uno con cada punto de vista. Sin embargo, las exigencias comerciales han llevado a los hermanos Weinstein a elaborar un remontaje de 120 minutos en el que se incluyan ambas perspectivas de cara al estreno. Y la verdad es que se añora, sin ni siquiera haberla visto, la idea original. Y no por demérito de la película resultante, a todas luces muy lograda, sino porque en ciertos momentos el trabajo de montaje se deja notar en exceso y se intuye que fuera se han quedado minutos valiosos para la cinta.


Ned Benson juega con el pasado de la misma forma que sus protagonistas: sorteando en todo momento el tema que originó la debacle. El cineasta rodea el evento traumático de la misma forma en la que sus personajes nunca lo mencionan en sus conversaciones. A través de ellas, por otra parte, conocemos el desarrollo psicológico y personal de los dos protagonistas, así como somos cómplices (o quizás sería más conveniente hablar de testigos) de la reflexión sobre la pérdida, el duelo y el amor en las adversidades que propone el film.

Con un guión elaborado y muy eficaz, basado fundamentalmente en sus potentes diálogos (con grandes frases apuntalando la historia), Ned Benson consigue tocar la fibra sensible con un par de escenas muy poderosas (el llanto desconsolado de Eleanor en el momento cumbre, la preciosa escena final o los encuentros entre el matrimonio tras su “ruptura”, entre otros). Por otra parte, el cineasta se permite filtrar alguna metáfora visual sobre el amor y el duelo entre sus líneas. Si uno de los personajes parafrasea a Pat Benatar (“El amor es un campo de batalla”), el cineasta parece apuntar que también puede ser, por ejemplo, el hueco vacío de una foto en la pared (imagen extensible a la propia pérdida). No es la única frase de ese calado que cuela en su metraje; en un momento de la película se lee, tras la espalda de Jessica Chastain, una pintada en la pared: “El amor no se añora en segundos, se añora en kilómetros”. El director elabora un entretejido juego de citas que, además de servir como refuerzo a su narración, le sirven para incluir las opiniones o metarreferencias que considera necesarias.

De esta forma, La desaparición de Eleanor Rigby se convierte en un oscuro, delicado y penetrante ejercicio cinematográfico en el que el dolor y el desasosiego se erigen como protagonistas centrales a través de los vaivenes de una relación que se tambalea debido al pasado. La pareja interpretativa formada por James McAvoy y Jessica Chastain consigue dar entidad a sus respectivos caracteres, brillando por encima del resto de elementos la actriz, que soporta como pocas todo tipo de géneros, papeles y el propio peso de la cámara. Ned Benson estrena una obra incompleta, no por no dar la talla, sino porque tras ver el montaje de dos horas nos quedamos con ganas de ver su díptico original para poder apreciar todo su calado.

'La buena mentira', buenrollista drama de cleenex

Crítica publicada en NoSóloGeeks


El cine a veces cumple el cometido de dar visibilidad a conflictos o situaciones olvidadas o de difícil acceso. En el caso de La buena mentira, la última película de Philippe Falardeau, se traslada a la pantalla un doble conflicto: la guerra civil de Sudán, y sus nefastas consecuencias, y la llegada en planes de acogida de refugiados sudaneses a tierra norteamericana.

Con un prólogo intenso y brutal, que se centra en imágenes crueles sobre lo inhumano del ser humano –valga la contraposición significativa–, la película da paso a una huida hacia delante de un grupo de niños que tratan de alcanzar el campo de refugiados de Kakuma, en la frontera con Kenia. Por momentos se viene a la cabeza la película alemana Wolfskinder (Rick Ostermann), que se pudo ver en el pasado Festival de cine alemán de Madrid, en la que otro grupo de niños también huía en busca de territorio seguro durante la Segunda Guerra Mundial.

Pronto, en cambio, la propuesta se instalará en suelo americano y seguirá la adaptación del grupo, ya mayor, a su nueva vida. Tres de ellos, los chicos, acabarán viviendo en Kansas City, pero la chica, hermana de uno de ellos, será enviada con una familia a Boston. A partir de entonces las aspiraciones de Mareme girarán en torno a dos pilares: reencontrarse con ella y trabajar para estudiar Medicina. Para este último deseo, le ayudará el personaje de Reese Witherspoon, una agente laboral que se dedica a insertar a los inmigrantes en los puestos de trabajo.


La buena mentira se convierte pronto en un drama de cleenex, demasiado bienintencionado, que se sustenta en una historia humana muy conmovedora para desarrollarse y avanzar. Falardeau resuelve de forma efectista cada una de sus líneas (incluido un “sorprendente” giro final) y durante el camino consigue plasmar esos contrastes entre culturas y cómo hacen mella de formas distintas en los hermanos. En este sentido es inevitable referirse a los desahogos cómicos que utiliza el cineasta, que en dosis más pequeñas podrían haber sido útiles y destacables, pero que en la sobredosis que propone el film casi convierten la propuesta en una especie de Perdidos en la tribu en la ciudad.

La familia, las decisiones y los sacrificios vertebran una cinta en la que Reese Witherspoon consigue dar cuerpo a un personaje entrañable y rocoso al mismo tiempo. La buena mentira, expresión extraída de un cuento de Mark Twain con relevancia en el film, vuelve a hurgar con timidez en el tema fracaso del sueño (afro) americano y en la herida de saber que la Tierra Prometida nunca lo es tanto. Pero se queda en una película demasiado tierna y afable, pero que pese a ello funciona como intenso drama humano.

'Los tontos y los estúpidos', teatral metacine

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Cuando se habla de cine, lo habitual es hacerlo del resultado final (la dirección, las interpretaciones, el desarrollo de la historia, etc.), pocas veces la charla se detiene –salvo para dar cuenta de anécdotas, flirteos y demás chismes– en el proceso de gestación. El cine como arte no deja lugar para pensar demasiado en ese trabajo previo y sí en el producto acabado. El teatro, en cambio, sí es más propicio para lo primero. Normalmente cuando el público se sienta en el patio de butacas, ya intuye –igual que durante la representación– el trabajo previo de ensayos, lecturas y grupo.

Quizás sea este el motivo de que la segunda obra de Roberto Castón (tras Ander [2009]) produzca, de entrada, una especie de extrañeza en aquellos que se acerquen a ella. La sensación, por otra parte, es conscientemente alimentada por esos enigmáticos planos en los que vemos a un grupo de actores, en escala de grises, sin escuchar absolutamente nada de lo que se habla, que además vertebran el film. Los tontos y los estúpidos se adentra en un plató, durante un día de ensayo de un rodaje, para narrar una historia a través de otra. 

Con un guión que parece imitar la mecánica de las muñecas rusas (relatos que se desarrollan dentro de uno mayor), Castón sitúa la cámara en el centro de las escenas que ensayan sus personajes. El cineasta se apoya en las indicaciones del director –un Roberto Álamo muy sereno, comedido, cuya voz resuena en la pantalla como la del dios omnipresente– para dar continuidad a la historia “interior”, la que están representando los personajes, no los actores, a través de un libreto dentro del suyo. Se puede hablar, esta vez sí, y en este caso sería muy pertinente hacerlo, de metacine.


Roberto Castón avanza poco a poco en la historia interna, introduciendo a Roberto Álamo en determinadas escenas, como si quisiese recordar que realmente su relato no se centra en la propia película sino el proceso de rodaje –o ensayo– que están viviendo los actores. Estructurando su obra en actos, lo que junto al constante fondo negro y la ausencia de decorados acentúa aún más su cercanía con el teatro, el cineasta complementa las dos historias con elegancia. 

Los tontos y los estúpidos es un valioso ejercicio cinematográfico que navega entre la lucidez de alguno de sus planteamientos y el tedio de otras de sus situaciones. En el apartado interpretativo destaca lo teatral de la propuesta, que a veces camina por la línea del teatro del absurdo; y en el que destacan una Nausicaa Bonnin tan electrizante como acostumbra y una Cuca Escribano que deambula con elegante soltura entre lo cómico, lo grotesco y lo dramático.

'Torrente 5: Operación Eurovegas', la caspa contra la casta

Crítica publicada en Esencia Cine


Tras cinco entregas se podría hablar de que el humor de Torrente está muy trillado. Y no se mentiría; lo está. También se podría escribir sobre el éxito que siguen cosechando las películas de Santiago Segura en cuanto a taquilla y público se refiere. No es menos verdad que lo anterior; de hecho, es una enorme certeza. Por lo tanto, es normal que pese a lo desgastada que está la propuesta, el director se haya lanzado otra vez a las salas con su Torrente 5: Operación Eurovegas.

La nueva cinta de Segura no ofrece nada distinto a lo que promete. Desde el clásico circuito de cameos (Andreu Buenafuente, Silvia Abril, Imanol Arias, Carlos Latre, Torbe y muchos, muchísimos más) hasta la ración de humor escatológico, chistes fáciles, bromas sobre sexo (la frase “Sin arcada no hay mamada” podría representar el nivel del film) y todas las tonterías que han caracterizado a la saga desde su primera entrega. Todo ello se reencuentra en la ¿nueva? obra de Segura.


Cierto es que, pese a la superficialidad y estupidez que rodea siempre las andanzas del ahora ex policía y ex convicto, hay que otorgar a Torrente 5 un triunfo en esa sociedad del futuro más próximo que retrata. En 2018 España está asolada, en ruinas, devastada por la corrupción política, el presidente del Gobierno Mariano Rajoy y el líder de la oposición Pablo Iglesias acaban de pactar una reducción salarial, el IVA se sitúa ya a casi el cincuenta por ciento, España ha vuelto a la peseta tras ser expulsada de la Unión Europea y, por si fuera poco, Cataluña es un estado independiente. La sátira social y el panorama que dibuja Santiago Segura tienen asiento en nuestra situación actual. El cineasta juguetea con las posibles ruinas de la España actual (imagen que metaforiza con gran acierto en el Vicente Calderón-La Peineta derruido y abandonado; si hasta la burbuja del fútbol se ha hundido, ¿qué va a quedar?).

Pues queda Eurovegas, la gigante construcción que, tras desentenderse el magnate Adelson, continuó la Comunidad de Madrid. Y aquí es donde la parábola y la metáfora de la sociedad actual empiezan a difuminarse. No por el concepto de Eurovegas, que también tiene su punto de comicidad y noble denuncia, sino porque a través del atraco que planean Torrente y sus secuaces, empiezan a inundar la pantalla los personajillos de turno, los chistes grotescos y el humor escatológico más burdo, para tratar de robar el dinero del casino. La caspa contra la casta. Y a partir de entonces uno ya sólo quiere salir de la sala. Gustará y hará gracia, porque es evidente que así es, pero la repetición constante de los mismos sketches agota mucho. 

La reunión de colegas y amiguetes vuelve a arrojar un resultado en la línea de las anteriores propuestas; algo superior a la tercera y la cuarta película, más próximo a las dos primeras. En Santiago Segura se intuye a una persona “amiga”, cercana, que quiere a los suyos. Y eso se deja ver en el momento más bonito de la película, elogiable y muy muy sutil –y aquí hay que ponerse serio. Se trata del homenaje que el cineasta y actor le brinda a su compañero Tony Leblanc en uno de los sueños del protagonista. El momento se convierte en seguida en lo mejor, de largo, de toda la película (y me atrevería a decir que incluso de toda la saga).

Por lo demás, lo dicho: nada nuevo. La incursión de Torrente en Eurovegas gustará a los que ya sepan de antemano que la van a disfrutar. Los que no, que ni se acerquen, ya saben lo que van a encontrarse.