25 julio 2012

'La carretera' o cómo embellecer el cruel cataclismo

Nunca, hasta ahora, había sentido miedo, del de verdad, al leer las páginas de un escritor. Ese curioso honor lo ostenta, desde ayer, el norteamericano Cormac McCarthy. Su libro La carretera es el primero que, por momentos, ha conseguido desasosegarme y atenazarme por encima de todas las cosas. 

La obra se desarrolla en un mundo post-apocalíptico, tras un cataclismo (¿guerra?) nuclear del que casi nada se conoce. Ni siquiera el desastre es mencionado directamente en la narración, si no que lo intuimos entre líneas. Tras la hecatombe nuclear todo ha quedado reducido a cenizas. El espacio que habitamos en La carretera es yermo, invernal, sin color y con un profundo hedor a muerte

En este escenario McCarthy sitúa a un padre y a su hijo de poco más de diez años. El padre, falto de salud, pretende llegar a la costa, el único sitio en el que alberga una esperanza de salvación para su hijo. Y para ello caminan por esa carretera interestatal que da título a la novela. Una autovía llena de peligros y devastación allá por el costado que miren. 

Todo alrededor de la carretera es pasto del fuego. Los dos personajes se adentran en los bosques tan solo para comer y buscar refugios en la noche oscura, cada vez más larga, ya que dormir en la carretera encarna un terrible peligro. Allí pueden ser alcanzados por "los malos". No piensen en fieras, ni cosas fuera de lo normal, no. El mayor peligro en este mundo post-apocalíptico es el mismo ser humano. Los supervivientes a la catástrofe se han convertido en una especie de depredadores para la propia raza humana: no dudan en matar a otros hombres, violan a las mujeres e incluso comen niños. McCarthy elimina las fieras y los animales de su novela, y con ello lo que busca es resaltar ese terrible peligro que encarna el hombre para sí mismo. El hombre es un lobo para el hombre. Y lo consigue.

El escritor se sirve de una técnica narrativa parca en descripciones. El clásico estilo del autor elevado a la máxima potencia: una prosa cruenta, áspera y sin florituras, pero a su vez con notables licencias poéticas. Una narrativa casi teatral, lírica, fragmentada en pequeñas escenas cuasi individuales, que por momentos alcanzan el grado de feroz prosa poética. No se desvela apenas nada. Ni siquiera conocemos el nombre de los dos únicos personajes de la obra. Pero no es lo único que omite. También ignora el origen de la catástrofe nuclear, el porqué de que la pistola que lleva el padre parezca ser de las únicas en el mundo, o la historia de la madre, ausente, pero presente a la vez, durante toda la novela.

Los silencios son un elemento clave en esta historia. Se ha cuestionado la obra por esa elipsis. A mí, en cambio, me parece un acierto absoluto. Lo que consigue el norteamericano con esta ausencia de datos es despersonalizar el drama: convertir al padre y al niño en representantes de la totalidad de la humanidad, la tragedia nuclear en cualquiera de las posibles, y el mundo gris y cubierto de cenizas en cualquier escenario post-apocalíptico imaginable.

El autor de No es país para viejos se ayuda del paisaje, como un personaje más, para dosificar la tensión de la narración y consigue crear un clima aterrador. Ese paisaje protagonista, unido a la constante huida del padre y el hijo, para no caer en manos de "los malos", convierten el libro en una cápsula que angustia y atrapa a la vez al lector. 

La obra, ganadora del Pullitzer en 2007, es, además, una bella alegoría de la tierna relación entre un padre y un hijo, en la que el uno es lo único que le queda al otro, y viceversa. Dicho vínculo es la única esperanza en la raza humana que nos queda mientras nos sumergimos en la distopía. Una relación paterno-filial que consigue embellecer el cataclismo por momentos y sacarnos una sonrisa, aunque el autor pronto nos vuelve a golpear con su cruel realidad. De esta manera el escritor de Rhode Island consigue la representación total del hombre, en lo bueno, con el padre y el hijo luchando el uno por el otro, y en lo malo, con el hombre matando y devorando a los de su especie por sobrevivir un día más. 

Sin duda, una obra escalofriante, un hito en la narrativa contemporánea.

19 julio 2012

Elogio de la escualidez

Escualidez:
1. f. Suciedad, asquerosidad.
2. f. Flaqueza, delgadez, mengua de carnes.

Si alguna palabra se repite durante toda la obra de Leonardo Padura es ésta. Desde sus dedicatorias a Lucía, “con amor y escualidez”, hasta el propio estilo del cubano, extendido también a la manera de ser del detective Mario Conde, se pueden definir como escuálidos.

Hablar de Padura es hacerlo de Mario Conde, su gran personaje. El Conde es un investigador que trabaja con la policía de La Habana en la resolución de crímenes y que además trata de retirarse como escritor. Desde luego, el apartado criminal y policial es extenso en la tetralogía del Conde (en sus inicios la saga se concibió como cuatro novelas, conocidas como Las cuatro estaciones, aunque posteriormente Padura la aumentó con tres nuevos volúmenes), sin embargo, no es lo único que encontramos en sus más de mil páginas.

Quizás lo que nos termine de atrapar de estas historias son su delicadeza, esa escualidez con la que dota Leonardo Padura a su héroe. Esa manera de enfrentarse a la vida y a los golpes que ésta le asesta, ya sea en forma de un amigo exmilitar postrado en una silla de ruedas a causa de una bala, el flaco Carlos –que ya no es flaco-, o de la soledad de no tener más familia que éste y su madre, un personaje entrañable, por cierto, que nos hace sonreír a lo largo de toda la historia.

Esa escualidez que tanto airea Padura puede referirse a muchas cosas. En el sentido estricto de la palabra, a la propia suciedad de La Habana que nos muestra el escritor, área de escasez, debido al bloqueo estadounidense, y de condiciones poco humanas en algunos casos que vemos en las páginas de la obra. Pero no sólo a ello. Si ampliamos el abanico conceptual, la escualidez que transmite Padura en cada obra puede referirse a las relaciones de Mario Conde con todo su entorno, tanto las mujeres, el grupo de amigos del detective, la propia Habana que el escritor retrata sin concesiones ni condescendencias.

Leonardo Padura
Las mujeres con las que se cruza el Conde son uno de los elementos narrativos más importantes en los libros de la saga. No cabe duda de que, entre todas, destaca Tamara, la jimagua, el amor juvenil de Conde, con la que se vuelve a topar en la primera obra, Pasado perfecto. No obstante no es la única, aunque sí la más especial, la incondicional. En las obras siguientes existen otros personajes femeninos que traen de cabeza al policía, por las que pierde el sentido y con las que siempre termina cayendo de costado, como Karina o Miriam.

No es un detalle nimio, al contrario; las mujeres dan la coherencia (o incoherencia según los casos) necesaria al personaje para que no sólo se limite a sus procesos. Son el nexo que une al Conde con la realidad del resto del mundo, empezando por su amigo el flaco Carlos, al que, entre rones y tabaco, hace partícipe de triunfos y fracasos. De hecho, muestra de la importancia del personaje femenino en la tetralogía es que la única que no alterna una trama en la que el Conde salga con una mujer sea la más apática y espesa de las cuatro: Máscaras.

El Conde es un personaje mítico e inolvidable, una especie de Sherlock Holmes cubano, al que el lector acaba cogiendo cariño y tratando de aconsejar en cada página que voltea. Un Sherlock que, como no podía ser de otra forma, es acompañado por su particular Watson, transcrito en el sargento Manuel Palacios.

La saga de Mario Conde (editada en España por Tusquets) es, aunque pueda sonar paradójico, un conjunto de obras policíacas que no se centran en el apartado policial. Cualquiera que haya leído alguna de ellas, probablemente sepa de qué hablo. Si pudiésemos desgranarlas, ocuparía prácticamente lo mismo la proporción de espacio dedicada a la investigación y el crimen que aquellas en las que podemos ver al Conde flirtear, amar y desengañarse con las mujeres o sentado frente a su máquina de escribir Underwood, redactando pasajes de su novela “escuálida y conmovedora”, que Padura nos permite leer a veces por encima de su hombro.

La tetralogía inicial muestra el paso del año 1989 a través de cuatro casos. Todas las novelas están vertebradas por un crimen que el Conde tratará de esclarecer mientras intenta vivir la vida más allá de la Central. En Pasado perfecto, transcurrida en invierno, el teniente investigará la desaparición de un empresario, para colmo el marido de su amor Tamara. Vientos de cuaresma, por su parte, comienza con el cadáver de una profesora en la primavera cubana. En la tercera, Máscaras, vemos una Habana hastiada por el verano en la que Mario lidia con el asesinato cruel de un travesti. Por último, Paisaje de otoño, en la que el Conde reingresará en comisaría para solucionar la muerte de un rico que ha regresado a Cuba, desde el exilio, días antes de morir.

Portadas de la serie Mario Conde, en orden cronológico (no de publicación)
Posteriormente, fuera de la tetralogía de las cuatro estaciones encontramos tres obras más: Adiós, Hemingway, La neblina del ayer y La cola de la serpiente, en las vemos al Conde, ya retirado de la policía, ganándose la vida como vendedor de libros de segunda mano, mientras ayuda a la policía a investigar algunos casos excepcionales y recuerda sus encuentros con gente de la talla de Hemingway, uno de sus ídolos, al que trata de parecerse cada vez que se pone delante de su vieja Underwood.

La carrera de Mario Conde como escritor es una de las líneas argumentales más potentes de la saga. El teniente es un idealista que, pese a dedicarse a resolver crímenes, desea con fervor convertirse en escritor. Su primer texto lo podemos leer en Máscaras y es de por sí magnífico. Probablemente responda a un cuento ya escrito con anterioridad por Padura, que el Conde simplemente tomó prestado. A partir de entonces, vemos como el policía avanza en su carrera literaria, lanzándose a escribir su libro "escuálido y conmovedor", que tiene al flaco Carlos y su desdicha personal como epicentro narrativo. Esta es la novela que el Conde madura desde Pasado perfecto pero cuya escritura no comienza hasta el último libro de la tetralogía, Paisaje de otoño.

El avance en el terreno de la escritura es sólo un ejemplo del desarrollo del carácter creado por Leonardo Padura, que no se limita a resolver crímenes, si no que evoluciona como persona y personaje, junto al lector y esa Habana íntima, que retrata de forma tan bella, tan escuálida, el que muchos consideran mejor escritor cubano.

09 julio 2012

El estilo frente a la trama

¿Es más importante el estilo o la trama de una obra? 

Seguramente habrá partidarios de las dos opciones. Y es muy probable que para los unos, los otros se hayan vuelto locos, y viceversa. Hay gustos para todo y ninguno tiene por qué tener necesariamente más razón que otro. 

Particularmente pienso que el estilo lo es todo y que está por encima de cualquier otra variable. Mi justificación a esta afirmación es sencilla. Una obra en la que predomine un estilo acorde a nuestros gustos puede convertirse en una obra de cabecera pese a que su trama sea simple o trivial. Sin embargo, una obra en la que la trama sea muy elaborada, pero no tenga un ápice de estilo, está condenada por norma a la segunda fila de la estantería. 

Existen muchos autores que apoyan en esta teoría todo el conjunto de su obra. Escritores que repiten sus tramas constantemente, pero cuyas novedades se siguen esperando como si fuesen la primera. Su sello es el estilo. Un ejemplo muy claro de esta preponderancia del estilo es el novelista Patrick Modiano, uno de los referentes de la narrativa francesa contemporánea. Las obras de Modiano presentan siempre tramas similares (un hombre que no se encuentra a sí mismo, el personaje de una mujer misteriosa, escenarios muy particulares), pero, sin duda, lo que más cautiva a los lectores es esa seña de identidad, esa atmósfera de misterio, que crea con su particular estilo. 

Es sólo un ejemplo. Existen muchos autores que se caracterizan por su estilo más que por sus argumentos. Al fin y al cabo las tramas son repetidas a lo largo de los años, tramas aparentemente diferentes bajo las que subyacen las mismas líneas argumentales repetidas una y otra vez. El estilo, en cambio, no. El estilo es diferente en cada autor. Dos – o más- autores podrían escribir una obra de tema común, pero su estilo determinaría un resultado completamente dispar en cada uno de los textos. De hecho, la aceptación seguramente variase de uno a otro, según las preferencias estilísticas del público. 

La trama en este caso queda en un segundo plano. Es importante, claro, pero no determinante. No es el factor que nos va a hacer permanecer enganchados a una obra. A lo largo de mis años como lector (unos pocos ya) he tenido libros de los dos tipos. Libros con argumentos potentes e interesantes que no he podido terminar por culpa del estilo y, lo contrario, libros con argumentos poco atractivos o muy trillados que me han mantenido en vilo gracias al estilo de la obra. El último ejemplo de este tipo de novela con el que me he encontrado ha sido Tokio Blues de Murakami, una novela cuyo argumento no estaba enganchándome –ni lo consiguió nunca-, pero que me sedujo con el suave estilo del japonés. 

Personalmente creo que la trama es la herramienta del best-seller, pero el estilo lo es de ese otro tipo de literatura, más especial, que pretende alejarse de dicha corriente. Los escritores tienen un estilo propio, lo labran durante toda su carrera y quizás sea la parte más complicada de su labor. Pero ese estilo, cuando se alcanza, perdura en el tiempo por encima de la trama.