29 noviembre 2013

No disparen a la librería

Yo, que aún dicen que soy muy joven, he llegado tarde a la época dorada de las librerías. He llegado tarde, sí, perdí el tren, y en cierto modo me arrepiento (si es que se puede arrepentir alguien de algo que nunca estuvo en su mano) de ello. “Ya no existen librerías de verdad”, oigo a menudo a compañeros y amigos, “de esas en las que entrabas sin tener ni idea de qué buscabas y el librero te aconsejaba”, continúa la perorata. “Ni siquiera existen libreros”, suele continuar, “ya sólo son peones, comerciales que se limitan a vender, cobrar, dar la vuelta, sonreír…”.

La verdad, no sé si esto es así realmente o no, pero intuyo que no estoy de acuerdo. En cualquier persona puedes encontrar un librero, en un empleado de la FNAC o El Corte Inglés también, por supuesto. Pero es verdad que a menudo sentimos nostalgia (incluso yo, que, como digo, he llegado tarde) de la época dorada de las librerías, esa que parece tan lejana a veces. 

“¿Y qué más da una librería de toda la vida que un TopBooks para comprar un libro?” Efectivamente, da igual, pero es un sí y un no. Si sólo quieres comprar un libro rápidamente (y da la casualidad que en VIPS lo tienen), pues adelante. Servicio completado. La librería de estos establecimientos, indudablemente, hace una función y para muchas personas cumple perfectamente con ella.

Pero, ¿y si tenemos otras pretensiones? 

A menudo me gusta perderme entre los estantes o las mesas de las librerías. Muchas de esas veces ni siquiera tengo intención de comprar nada (cómo salga de allí ya es otra cosa), pero el simple hecho de pasear, de pasar los dedos por el lomo de una historia que nunca voy a tener en mis manos, de detenerme a leer una contraportada o cualquier cosa que se os ocurra, son cosas distintas a comprar. Tal vez todo eso es más difícil sin librerías de las que se suelen llamar “de las de antes”. Por eso creo que La Central (da igual si las de Barcelona o las de Madrid) tiene éxito entre los librófilos: porque recupera un poco esa nostalgia por los libros, a pesar de ser otra cadena de venta más, si lo miras con “los otros” ojos. 

Yo, que soy joven según dicen, me considero un librófilo, o librófago en ocasiones (hasta el papel puede tener buen sabor en tiempos de crisis). Me resulta imposible acudir a una librería y no comprar algo. La librería, como ente, tiene un efecto sobre mi raciocinio que todavía hoy no he sabido descifrar. Y también a veces compro libros en establecimientos como FNAC y otros similares, claro, por qué no (no es mi intención denostarlos, ni mucho menos). De hecho, las secciones de bolsillo y cómic de la FNAC de Callao me parecen maravillosas por igual. Sin embargo, es cierto que cuando compro (o simplemente acudo y miro, ojeo, compruebo si me sigue interesando lo mismo que la última vez) en una librería pequeña, de esas con sabor añejo, siento una felicidad distinta; quizás sea la calidez que surge al eliminar el concepto de “gran almacén”. Por no hablar de si el librero te aconseja o te recomienda según lo que andes ojeando, y cogiendo y volviendo a dejar sobre la mesa. Eso cada vez ocurre menos. Y es una pena, porque, gente como yo, joven según dicen, y amante confeso de los libros, seguimos buscando ese empujón. Seguimos adorando esas conversaciones, cada vez menos frecuentes, y buscando ese contacto, un roce que a veces nos enseña algo que no conocíamos y que nos hace disfrutar como niños. Seguimos necesitando, en definitiva, librerías y libreros, aunque cada vez podamos ser menos, como dicen los mismos que nos llaman jóvenes.

En ocasiones me acerco a una librería histórica que hay en la calle Fuencarral de Madrid (desconozco el nombre) y sólo miro, observo (a veces desde fuera: es escasa y con dos personas ya está llena) cómo el librero charla con la gente que le pregunta, intercambia opiniones o se deja llevar por su, intuyo, buen criterio. Rara vez he entrado porque, lo reconozco, el tema histórico no es mi punto fuerte y lo prefiero aprender por otras vías. Sí entro, cada vez que puedo, en la librería del Círculo de Bellas Artes, Antonio Machado, y me puedo perder horas entre las mesas. Es una de las librerías de las que nunca salgo con las manos vacías: su disposición, su atractivo, el sotanillo en el que puedes deambular como un fantasma o incluso los consejos de los lectores que deambulan por allí o del propio librero moldean mi inconsciente para que acabe por llevarme siempre algo.

"El sotanillo [de la librería Antonio Machado] en el que puedes deambular como un fantasma..."
Desde hace un tiempo, cuando camino por el centro de Madrid, sobre todo por el barrio de Malasaña, me doy cuenta de que muchas librerías se están reinventando con ideas distintas de seguir vendiendo libros y dando un servicio cada vez más escaso. Cada vez son más las librerías-café que abren (el término librería-café se hace extensible a librería-bar, como en el caso de Tipos infames) en la capital y que se empeñan en ofrecer un servicio que se acerque al de las librerías de antaño, sin dejar de reinventarse en cada uno de sus cambios. No me negaréis que es una idea brillante; pocos placeres más satisfactorios que un libro y un café. Otras librerías optan por especializarse en géneros concretos (el caso de Tres rosas amarillas, dedicada íntegramente al cuento) o en corrientes más particulares (la Italiana, Estudio en escarlata, El dinosaurio o la cinéfila Ocho y Medio). Son sólo algunas formas que se han adoptado para no dejar morir las librerías. Al fin y al cabo, los dos elementos fundamentales de una librería nunca han dejado de ser el librero y el catálogo que ofrece. Y el primero tiene que controlar a la perfección el segundo para ofrecer al lector (me gusta más la palabra lector que cliente) lo que necesita o anda buscando. 

Soy un entusiasta de los libros y, por ende, de las librerías. Y me he perdido la oportunidad de conocer muchas de esas que hoy se llaman “clásicas” o “las antiguas”. Me hubiese encantado visitar Marks & Co, aquella librería londinense que protagoniza la novela 84, Charing Cross Road, situada en la calle que da título a la obra. Nunca he acudido a Shakespeare & Co, ni a París, pero espero solucionarlo pronto, aunque ya no sea posible conocer a Sylvia Beach. Tiempo atrás también me enamoré de una librería que encontré justo enfrente de A Brasileira, el café que frecuentaba Fernando Pessoa en la decadente Lisboa. En otras ocasiones me he perdido mientras frecuentaba librerías. En Oxford, acudí a una que tenía varios pisos y llegó un momento en el que no sabía dónde estaba la salida. Fantaseé con quedarme para siempre allí (tampoco era mal plan, la temperatura era agradable, no me iba a aburrir entre tanto libro e incluso por fin perfeccionaría mi inglés). Fantaseé de igual manera que lo hice en algunas librerías de Edimburgo, tanto que tuve que escribir sobre ellas algunas pinceladas en una historia que se desarrolla en aquella ciudad.

El último libro de Jorge Carrión es un canto a las librerías (con idéntico nombre). Debo confesar que, entre unas cosas y otras, y pese a comprarlo en los primeros días en los que se vendía, aún no lo he leído. Sin embargo, puede ser un ejemplo de que las librerías siguen siendo absolutamente necesarias, y siempre lo serán desde el momento en el que una sola persona necesite comprar un libro, que alguien le recomiende una historia o simplemente perderse entre todos los volúmenes para escapar un rato de su día a día. 

Hagan lo que quieran, por supuesto, pero, si pueden y si les gustan los libros (que si han llegado hasta aquí entiendo que sí), no dejen de pasar por las librerías. Aunque después también compren en los grandes almacenes o utilicen alternativas como Amazon, que son, por supuesto, tan válidas, funcionales y eficaces como pueda serlo cualquier otra. No dejen que se extingan, ni ellas ni tampoco los libreros, esos que, los que dicen que soy joven, también dicen que son “los de verdad” o “los antiguos”, como si fuese una especie en vías de extinción. No dejen que se vayan, que nos sigan recomendando libros en persona algunas veces.

Feliz día de las librerías.

27 noviembre 2013

Camille Claudel, lo cruel del silencio

El silencio predomina en Camille Claudel 1915, la última película del director francés Bruno Dumont, una narración de pocas palabras pero con una clara voz por encima de todo, la de Juliette Binoche, y por extensión, la de la escultora francesa a la que interpreta.


La película narra tres jornadas en la vida de Camille, durante su encierro en el asilo para enfermos mentales de Montdevergues. Para quien no esté familiarizado con el personaje de Camille Claudel debe saber que fue una mujer talentosa, hermana del escritor Paul Claudel, y que durante su época de esplendor acompañó en su taller a Auguste Rodin, del que fue musa y amante unos años. Posteriormente, fue internada por su familia en el manicomio y su figura fue sometida al olvido más absoluto, tanto en vida como tras su muerte.

Lo primero que llama la atención de la película es la ausencia del pasado. Los días dorados no aparecen, en ningún momento y de ninguna forma; no hay flashbacks, no hay alternancia del tiempo pasado con los días del manicomio, no hay nada de eso. Al contrario que en La pasión de Camille Claudel (Bruno Nuytten, 1988), en Camille Claudel 1915 sólo se narra la vida dentro de la institución y la espera de Camille ante la visita de su hermano, del que espera que la saque de allí. 

El guion no concede saltos de tiempo, sino que se centra en la linealidad, en la extensión del tiempo y del silencio, en la cronología interminable de las horas. No conocemos nada del pasado de Camille gracias a la película –si lo hacemos será por nuestra cuenta, o antes o después del visionado­–, no aparece la familia Claudel, salvo el lapso de tiempo en que Paul la visita, ni Rodin, salvo en las proclamas y lamentos de la artista encerrada. El pasado existe por omisión. El ejemplo más claro es la escena del teatro. Camille está sentada en una sala, viendo cómo dos internas ensayan un papel para una representación dramática. Cuando a una de ellas se le trastabilla la frase, Camille suelta una carcajada que, en pocos segundos, se convierte en un llanto desconsolado. Nunca se llega a saber qué es lo que ha pasado por su mente, o qué recuerdo ha desencadenado esa reacción, pero no tiene ninguna importancia; lo importante es ese momento en el que acaba de ser consciente otra vez de sus cadenas. 

En una película con una marcada ausencia de palabras, la actriz comunica con cada uno de los pliegues de su cuerpo. El despliegue gestual es inmenso. Hay dos momentos en los que Camille rememora el arte: uno en el que dibuja, otro en el que moldea un fragmento de barro que coge del suelo; al instante se da cuenta de que eso es algo pasado y vuelve a ser consciente de su encierro. Todo ello sin una sola palabra. Desde momentos distendidos –la citada secuencia del teatro– hasta momentos de resignación absoluta –la escena del final, una personificación de la derrota sin paliativos–, la mirada de la intérprete dibuja el retrato de una mujer encarcelada que sufre. La actriz muestra más con su rostro que incluso en la escena del baño en la que se presenta totalmente desnuda. Juliette Binoche es Camille Claudel 1915.

La elección de retratar tan sólo tres días permite a Dumont recrearse en el tiempo y los espacios, que resultan claustrofóbicos a pesar de los grandes espacios abiertos y las tonalidades ligeras, propias de un lugar de descanso, que aparecen casi de continuo. El ritmo lento de la película –a la mitad hay algunos momentos muy densos– genera empatía con el agobio y la situación de Camille. Por su parte, la estructura lineal contagia la propia cadencia lenta con la que discurre la vida en Montdevergues, y la ausencia de recuerdos y menciones al pasado impiden al espectador una vía de escape al encarcelamiento al que asiste.

En mitad de todo aparece Paul Claudel (Jean-Luc Vincent), al que se espera durante toda la cinta, para aderezar el desasosiego con una sustancial dosis de cinismo. La consecuencia de que el personaje aparezca al final es que, durante la totalidad del largometraje, el espectador se sitúa esperando su llegada, al igual que Camille. El recurso permite al director mostrar, en un espacio narrativo de sólo tres días, todo el arco de emociones de la mujer, que van desde la esperanza hasta la desolación. El paso de Paul Claudel por la película es brevísimo, pero su poso es perenne y supondrá el final para su hermana. En un momento cercano al final, cuando habla con el doctor tras visitar a Camille, reflexiona: “el genio se paga”, dice en referencia a su hermana, y lo completa con algo similar a que el arte se dirige a las zonas espirituales más peligrosas y más sensibles. Después, desoyendo la recomendación del doctor de llevársela a casa, abandona a Camille. En la puerta del asilo, sola, la escultora moldea su derrota mirando al infinito. Es la forma en la que Dumont y Binoche, sobre todo ella, rescatan su memoria del olvido.

22 noviembre 2013

'La herida', el legado dramático

La espalda de una mujer que camina, encuadrada en una imagen que tiembla, traquetea, se mueve. El plano secuencia es uno de los más recurridos por Fernando Franco para narrar la historia de Ana, que padece el denominado trastorno borderline sin saberlo. El montador debuta en la dirección de largometrajes con esa estética de cámara al hombro que elimina la condición de espectador para quien la ve y lo convierte en algo parecido a un acompañante. 


La historia es dura, de principio a fin, aunque alterna momentos tiernos en su metraje. De la misma forma, Ana, interpretada por una fantástica Marian Álvarez, que debuta en la gran pantalla, también alterna esos momentos de cierta ternura con los más crudos, sobre todo cuando trata a los pacientes con la dulzura que no consigue fuera de su trabajo. La ambulancia le proporciona la satisfacción que no tiene en su vida, donde, al contrario de ese brevísimo respiro que ofrece el guion hacia el final, Ana no sabe cómo relacionarse.

En ningún momento de la película se menciona directamente el trastorno, sólo en la sinopsis, por lo que el espectador que llega virgen al cine se encuentra en la misma situación de desconocimiento que Ana con respecto a la patología. No obstante, esta situación supone una losa para ella y todo aquel que quiera acercarse de alguna manera. El mensaje que le deja a Alex, su exnovio, o las monótonas conversaciones con su madre, son una clara muestra de la torpeza y la agresividad con la que se relaciona con la gente que la rodea. Sólo la vemos entablar una relación de amistad, o algo parecido, a través de una pantalla de ordenador, desde la distancia que le proporciona un chat, en el que las palabras escritas sustituyen a su voz. Un chat en el que se deja caer varias veces la idea del suicidio. 

Uno de los pilares en los que Fernando Franco se apoya para contar la historia es el cuerpo femenino. El problema que sufre hace que Ana se compadezca de sí misma e incluso se autolesione. En este aspecto de la película, Franco se recrea en el cuerpo de Ana, sin ningún exceso, siempre para aportar un elemento necesario al relato. Hay muchos planos del cuerpo desnudo de Ana, sí, pero porque en ellos se ven sus heridas, se siente la impotencia y el miedo grabados a cuchillo sobre su piel, y también se percibe la evolución, impresa sobre el cuerpo de la actriz. Incluso se ve sobre su cuerpo una imagen de lluvia purificadora, o castigadora, en esas duchas que se cargan de simbolismo por los momentos en los que llegan.

Otro de los elementos esenciales de este film es el silencio. Un silencio narrativo que deja todo en standby mientras hace avanzar lentamente la historia. El mapa de los sonidos de Ana. Un silencio que se rompe siempre en el momento preciso, ya sea con un llanto impreso sobre un marco de nieve o con la música de una fiesta. Una de esas fiestas llenas de alcohol y drogas, el único lugar en el que Ana parece saber relacionarse, como la de la casa de su compañero de ambulancia, en la que aparece cantando, bailando, en un acertadísimo uso de Vetusta Morla para la banda sonora, o incluso flirteando con un hombre con el que interpreta un juego de mutismos, también bastante simbólico, con el que Marian Álvarez completa una brillante interpretación.


La herida es una película oscura, árida e incómoda por momentos, aunque imprescindible, en la que lo sombrío contrasta con las tonalidades claras de la nieve, el hospital, la ambulancia... Tanto el director como el guion se apoyan en un contraste de tonos para ahondar en una historia cuyo único matiz es oscuro. Lo mismo hacen con el personaje de Ana, sin caer en la condolencia o la pena en ningún momento, y acercándola a una posible solución, cuando la montan en un coche que significa algo más de lo que parece, y la conduce hasta Alex, que representa todo aquello que dejó atrás. Un contraste, casi degradado, que sirve para arrojar algo de luz en un film oscuro, profundamente dramático, de esos cuyo poso perdura días y días. Una película de legado dramático, como anuncia la canción que resuena en una de las fiestas.

17 noviembre 2013

Blues de Jasmine

La tristeza es azul. Como el mar. Y los ojos de Jasmine, personaje que Woody Allen regala a una soberbia Cate Blanchett en su película más destacada desde Match Point (2005). A menudo se identifica este color con la tristeza; tener un blue day no quiere decir otra cosa que estar pasando un mal día. Y de días malos sabe mucho ella, Jasmine, a partir de que su vida estilosa y llena de lujos se trunca por el desmoronamiento y entrada en prisión de su marido, interpretado por Alec Baldwin, al que destapan una serie de agujeros legales y financieros.

“Qué triste, por dios”, decía una señora en el cine, justo al término de la película. Y así es; a lo largo de la cinta de Allen subyace una tristeza en todo lo que representa, tanto en los personajes como en el entorno en el que se desarrolla. Blue Jasmine es una película esencialmente triste, pese a que deje algunos destellos del ya clásico humor allenesco.

El detonante de la historia es la crisis económica actual, que permanece soterrada durante todo el metraje para salir a escena únicamente en momentos puntuales, generalmente como explicación a la situación que vive el personaje. Jasmine, huyendo del escándalo, empieza a vivir una existencia que nunca podía haber imaginado, en uno de los barrios de clase media-baja de San Francisco, alejado drásticamente de la Nueva York cosmopolita y glamourosa a la que estaba acostumbrada. Allí, en casa de su hermana Ginger, se verá obligada a rehacer su vida, a buscar la manera de salir adelante y, en definitiva, a reinventarse en una mujer nueva y completamente diferente de la que ha sido hasta ahora. 

Jasmine (Cate Blanchett), al frente, y Ginger (Sally Hawkins). Fotograma de la película.
Lo que encuentra en su nuevo hogar –simple metáfora del derrumbamiento– es una familia desestructurada en la que Ginger, llevada a la pantalla por una magnífica Sally Hawkins, trata de proporcionar el bienestar a sus dos hijos mientras intenta sobrellevar la relación con su novio Chili, un Bobby Cannavale que salva el salto de Boardwalk Empire a un taller mecánico con poco futuro.

Uno de los aciertos de la película de Woody Allen es su estructura narrativa. Un solapamiento continuo de pasado y presente –magnífico montaje– en el que sólo somos ubicados en el tiempo por detalles del aspecto (maquillaje, ropa, joyas o estado de ánimo) de Jasmine. Woody Allen sitúa la historia entre dos líneas de espejos que, más que reflectarse, comparan cruelmente el pasado con el presente para evidenciar la crisis de identidad de su protagonista.

El balance deja a la Jasmine de Blanchett, centro absoluto de la historia y de la película, bordeando peligrosamente la locura durante toda la obra. La evolución del personaje, desde las secuencias en las que recuerda a su antiguo y fabuloso “yo” hasta aquellas en las que el derribo es palpable, es tal que, tras la última escena, el nombre de la película cobra un sentido definitivo. La interpretación de la australiana provoca el gesto torcido y, probablemente, deje al espectador hablando solo para sí mientras en su mente retuerce la temática real del filme: la tristeza.

El guion, escrito por el director neoyorquino, consiste en un artefacto dotado de los giros necesarios –algo efectistas y tediosos en algunas ocasiones–, que aporta el componente necesario para comprender los cambios que sufre Jasmine. Pero también los que afectan a su hermana pobre, la de los “peores genes”, que se ve envuelta en una historia rocambolesca, más propia del pasado de su hermana que de su vida, con un personaje interpretado por Louis C. K., que comparte algo más que el nombre con el exmarido de Jasmine.

La película de Allen supone un retrato rotundo de un personaje, pero también de la impostura y la mentira que vertebran la sociedad. Los impactos, tanto emocionales como en términos de aparición, colocan a Cate Blanchett como la columna más firme y lúcida del proyecto, reforzada, eso sí, de forma excepcional por el resto del reparto, sobre todo por la Ginger de Sally Hawkins. 

Blue Jasmine no es otra cosa que lo que su propio nombre indica: el retrato de una mujer triste que visita por azar, o por karma, el bulevar de los sueños rotos. Un espacio azul, como la tristeza, como el mar y como la mirada rota del personaje.

12 noviembre 2013

The Cabin of the Gods

La cabaña en el bosque es un viaje. Un viaje entre el terror y la comedia, entre la crítica y el sarcasmo, un recorrido entre géneros con transiciones surrealistas y referencias constantes a otras cintas de terror. Y un viaje en el sentido más estricto de la palabra, puesto que la película de Drew Goddard ha experimentado todo tipo de vaivenes hasta que ha sido distribuida en España por Good Films.


A priori el argumento puede parecer un topicazo. Lo de siempre: grupo de tipos cool y buenorras se juntan en una casa en la que empiezan a pasar cosas paranormales. Evidentemente suena tópico, pero no sin sentido. Drew Goddard y Josh Whedon juegan a crear una película con todos los tópicos para después darles una vuelta de tuerca.

El homenaje al cine de género es evidente. Y lo es desde una perspectiva cómica, del terror y del thriller, acumulando tantas referencias (Posesión infernal, Scream, Cube, It...) que el espectador no experimentado tendrá muy complicado percibirlas todas en un visionado. La cabaña en el bosque juega con el espectador de manera que sólo él sabe que los personajes están encerrados en esa especie de Gran Hermano macabro, que por momentos da la impresión de ser un capítulo de Black Mirror creado por Charlie Brooker o un show de Truman llevado al campo de lo terrorífico, pero sin saber exactamente a qué responde ese juego. La película se enreda con ese macguffin para sacarse de la manga una solución nihilista sorprendente por ser surrealista y lúcida a partes iguales.

Whedon y Goddard establecen unos vínculos de confianza con el espectador para después volverle loco con un ritmo que va de menos a más y con unos personajes arquetípicos del género creados al milímetro, que ocupan su propio lugar en la historia, como veremos con el metraje ya casi concluido, de mano de una Sigourney Weaver breve pero intensa.

El trabajo realizado por la pareja de guionistas es un ejemplo de que para romper las normas lo primero que se necesita es conocerlas a la perfección. Y ellos las conocen muy bien, y las transgreden a su antojo una y otra vez, para darle un dinamismo asombroso a la película. Los engranajes terminan de funcionar gracias al trabajo de los actores, con un Chris Hemsworth muy alejado de su personaje estrella, el superhéroe Thor, que funciona como el personaje típico de las películas inscritas en el género del slasher juvenil, una Kirsten Connoly de apariencia débil pero dura de pelar cuando la situación se pone tensa, y un efectivo Fran Kranz que arranca las sonrisas del espectador con sus líneas de diálogo. En la parte alejada del grupo, la de las oficinas, destaca la interpretación de Richard Jenkins.

La cabaña en el bosque moldea las impresiones del espectador según avanza en el metraje, transcurriendo entre una suerte de homenaje al terror tradicional y una crítica a aquello en lo que se ha convertido gracias a los arquetipos y los giros en los que ha ido cayendo una y otra vez. Un debut en la dirección de Goddard que se puede llegar a convertir en un imperdible para los amantes incondicionales del género.

¿Te apetece pasar un fin de semana en la cabaña?